lunes, 14 de junio de 2010

DISCURSOS POLÍTICAMENTE CORRECTOS

LA TERCERA

(14.Junio.2010)



DISCURSOS POLÍTICAMENTE CORRECTOS


Columna

Por FERNANDO VILLEGAS

Sociólogo.

El señor Miguel Otero, embajador en Argentina, fue puesto en la picota y obligado a desdecirse y finalmente renunció al cargo por un comentario suyo que no gustó a la vasta, influyente y poderosa congregación de chilenos y chilenas que por razones auténticas o simuladas -hay muchos conversos de derecha en este último tiempo y en este último acápite– rechazan fervorosamente todo lo que se diga o escriba sobre el régimen de Pinochet que no coincida en un 100% con los sentimientos oficiales de dicho grupo. Puesto que durante el régimen de Pinochet se cometieron muchas barbaridades y hay sobrevivientes de ellas y/o hijos de sus víctimas que las sienten como propias; puesto que la conmoción de esos atropellos estremeció al globo; puesto que no hay reparación posible más allá de gestos, misas, monumentos, conmemoraciones, becas y créditos blandos, todo lo cual será siempre insuficiente; puesto eso y debido a todo eso ha sucedido lo que siempre sucede cuando una parte de una sociedad sufre agravios, torturas y exterminaciones masivas: en estos casos, en parte como reacción visceral y en parte como compensación simbólica y política, sobreviene y se acepta la beatificación absoluta y validez axiomática, indiscutible, de la versión oficial de los hechos que sus víctimas consideran proporcional, en su frenético maniqueísmo, a la envergadura diabólica de los desastres sufridos.

Respecto al tema de la dictadura, hoy existe al respecto un discurso políticamente correcto que condena, a quien lo transgrede, a penas de exilio moral, a veces a pérdida de sus posiciones laborales y hasta a ataques físicos por parte de las consabidas patotas. Es lo que ha pasado con Otero por mucho que lo dicho por él sea, en el plano puramente frío de los hechos, la simple verdad: no todo el país, el 73, consideró una desgracia el golpe -no lo habría habido de ser así– y por cierto no lo consideró de ese modo la DC, respetable miembro de la Concertación; tampoco, en los años siguientes, TODA la nación se quejó del régimen; hubo bastantes ciudadanos que fueron indiferentes a los atropellos, los justificaron o no les importó y hasta aplaudieron lo que se hacía o se dedicaron a llenarse los bolsillos.

Cierto: no es aconsejable que un diplomático diga tales cosas “a título personal”. Un diplomático no tiene, a título personal, derecho a nada. Otero ciertamente pecó de lenguaraz. Sin embargo tampoco se trata, como parece opinar Patricio Navia, que se puedan o deban discutir estos temas tan complicados sólo en los “claustros académicos”. Los tales claustros no están exentos de discursos correctos, no brilla en ellos una pura vocación de fría y desapasionada verdad ni tienen el monopolio de la lógica y el sentido común. A menudo es al contrario.

Pero lo interesante del caso Otero es que, de modo melodramático, pone de manifiesto un proceso que se ha ido desarrollando hace ya años, a saber, la progresiva consolidación de discursos políticamente correctos en casi en todas las áreas de la vida nacional. A medida que grupos, sectas, etnias, subculturas, gremios, colegios profesionales, etc. han adquirido más poder y, sobretodo, la sensación de tener derecho a usarlo para forzar la validez de sus posturas, ese “debate democrático” que tanto se predica se ido haciendo cada vez más dificultoso. Sobre cada tema complejo se yergue ya la sombra de la respectiva doctrina sagrada de la iglesia de turno.

¿De qué se puede hoy hablar públicamente, no a escondidas, sin la inmediata censura punitiva de un discurso política y hormonalmente correcto? No de sexualidad, donde de no moverse uno en el filo de una navaja de banalidades correctas caen sobre el hablante las furias de un extremo o del otro, de los piadosos o de los progresistas; no del régimen militar, condenado en bloque a las penas del infierno; no de la ineficacia o incompetencia de los servidores públicos o se acusa de quererse odiosamente “despidos masivos”; no de endurecer las penas a los delincuentes, porque en ese caso el progresismo en masa acusa de fascismo y “uso excesivo de la fuerza pública”; no de promover una cultura elevada, pues entonces se es “elitista”. Y etc., etc., etc. Todo eso promueve la hipocresía, dificulta la creatividad intelectual, acostumbra a la genuflexión y premia la obsecuencia; en breve, hace del país un conglomerado formado, por un lado, por los constitucionalistas y voceros de las banalidades políticamente correctas, mientras por el otro amamanta una masa incontable de asnos y de cobardes.

Esta parálisis es ya evidente aunque, paradojalmente, se exprese en el movimiento corporal –nunca mental– que suele animar a sus cultores, siempre buenos para agitar puños, corear consignas, espetar palabras espumajeantes, convocar movilizaciones y cerrar la mollera.

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