martes, 12 de agosto de 2008

LA REBELIÓN DE PLATA: CAPÍTULOS I y II

Camaradas:
A contar de hoy transcribiré (cada tres días) por capítulos una historia, escrita en el 2004, en que es fácil confundir la realidad con la ficción, que ha sido políticamente premonitoria y que permitirá conocer cómo el idealismo de la juventud de antaño, el que floreció con los revolucionarios cambios de la década de los sesenta, hoy sigue vigente y tan válido como entonces, pero enriquecido por la experiencia acumulada en los años transcurridos.
En aquella juventud, hogaño transformada en la tercera edad; la edad de la vejez del cuerpo, pero no del alma indómita; donde, quién sabe, a lo mejor será posible descubrir el pensamiento y la decisión encerradas en esos cuerpos encorvados por el tiempo, pero cuyos espíritus siguen tan idealistas y rebeldes como ayer.

A CONTINUACIÓN “LA REBELIÓN DE PLATA”
Índice y Capítulos I y II.


"LA REBELIÓN DE PLATA"


ÍNDICE.

1. LA LUZ 3

2. LOS VIEJOS TERCIOS 7

3. EL NACIMIENTO 20

4. EL SUCUCHO 26

5. BAJO LOS PEUMOS CENTENARIOS 30

6. LOS PREPARATIVOS 41

7. LA TOMA 47

8. LA PRENSA 55

9. EL MICROBÚS 69

10. LA SEGUNDA PROTESTA 73

11. EL PROFETA 99

12. EL MINISTRO 107

13. RITOS DE UN FUNERAL 116

14. LOS PRINCIPIOS 128

15. LA CONFERENCIA 140

16. EL PROGRESISMO 155

17. POR LOS RIELES DE ACERO GRIS 161

EPÍLOGO 174


Cap. I: LA LUZ.

Fue como una luz fugaz que de pronto se cruzó por la mente de Julio Leopoldo; nombre que en ningún caso podría utilizarse como elemento de identificación compuesto, al estilo de José Patricio, de José Miguel, de Juan José o de Juan Francisco; y cuyo resplandor se detuvo bruscamente y se adhirió, sin explicación, férreamente a las paredes de su cerebro. Era, sin lugar a dudas, el inconsciente que había despertado en él el instinto natural de conservación, o de supervivencia social, ante el avasallador ataque de la comunidad que, al amparo de su propio desamparo, amenazaba con hacerlo desaparecer.
Hasta ese momento Julio no se había dado cuenta de cómo el cerco se había ido cerrando progresivamente a su alrededor. Solamente vino a evaluar la situación cuando aquella mañana de uno de los días más fríos de fines de un otoño que anticipaba un crudo invierno; en el que las ventanas de su habitación que daban a la calle amanecieron escarchadas; comprobó que el gas de la estufa se había acabado y que, en su cartera, un desolado billete de cinco mil pesos se exhibía muy orondo como todo su capital.
La idea, que había nacido explosiva, como un mágico virus que sorpresivamente el destino le había inoculado y había hecho germinar y crecer, de un momento a otro, pasando de la niñez a la adultez, sin detenerse en la adolescencia, le hizo sonreír mefistofélicamente.
- ¿Porqué no? – se preguntó.
Julio, en su juventud, no había sido un hombre que se sometiera a las imposiciones de los obstáculos, que de cuando en vez se interponen en el camino de las personas. Siempre había sido un luchador, y es por ello que había tenido momentos de singulares triunfos sociales y de éxito económico, pero su natural falta de previsión que sus genes habían heredado, aliada a los síntomas de la senectud que comenzaban a dominarlo; impidiéndole materializar la diversividad de proyectos que su imaginación elaboraba, apagando los impulsos de rebeldía, cada vez más esporádicos que lo acometían; habían hecho mella en él sumergiéndolo en un estado depresivo que en el último tiempo habían diluido su natural espíritu combativo. La vida había perdido su sentido para él y desde hacía meses se le había transformado en un continuo vegetar sin esperanzas ni destino.
Mientras rompía el hielo que durante la noche había cubierto la superficie del agua que contenía el lavatorio; que a la usanza de los lejanos años cuarenta descansaba sobre una cómoda de tres cajones, frente a un pequeño y descascarado espejo que colgaba de la pared; comprobó que la sola idea había logrado que sus ojos recobraran esa brillantez de sus años mozos, mientras la conformidad sumisa con que la opacidad los había revestido había desaparecido, dando paso a la risueña picardía de sus épocas más pletóricas de alegría.
Sin percatarse de la frialdad del agua se enjabonó la cara y se lavó meticulosamente. Eligió, luego, su mejor camisa; a decir verdad era la única presentable; sacó, desde bajo el colchón, su pantalón verde oscuro de media estación que acostumbraba a dejar cuidadosamente doblado todas las noches, en un acto reflejo asimilado en su juventud, para que amaneciera planchado. Limpió sus zapatos con un paño y con un lápiz negro tiñó el cuero marchito en las partes en que había perdido el color original. Buscó entre su media docena de corbatas, de las cuales la mitad eran pasadas de moda, y seleccionó la de tonalidad granate que hacía juego con sus calcetines rojos. Luego se puso su chaquetón de cuero color tabaco con cuello de piel, apagó la luz, cerró la puerta de la habitación y se deslizó por los oscuros pasillos de la pensión hasta la calle.
Pese a que el día era en extremo frío y un sol sin calor iluminaba la mañana, sentía en su interior un cálido ardor fruto, quizás, de su imprevista exaltación, que le había dado energía a su cuerpo. Aún le quedaban un par de cigarrillos, y a pesar del dolor intermitente que le punzaba la espalda a la altura del omoplato derecho y que se irradiaba hasta el pecho, encendió uno y aspiró el humo profundamente. Se sentía exageradamente optimista y extrañamente feliz, tan feliz que las calles que hasta el día anterior le parecían sombrías y tenebrosas a plena luz del día, ahora imaginaba que le sonreían a su paso.
A medida que se acercaba al centro el ajetreo peatonal era cada vez más intenso. La gente, que maquinalmente circulaba en todas direcciones, cargando con sus penas, sueños y alegrías, ajena a las penas, sueños y alegrías de los demás, ignoraba la radiante felicidad de Julio que parecía querer compartir con todos los que se cruzaban en su camino.
Un café le habría sentado muy bien. El solo pensar en él le hacía percibir su aroma y sentir su sabor dulce y amargo en el paladar. Pero no, prefirió caminar las diez cuadras que lo separaban del centro del barrio cívico y abstenerse del café para comprar, en su lugar, su diario paquete de cigarrillos. Este era un vicio del que no podía, y no quería, prescindir. Era su compañero inseparable, tanto en las buenas como en las malas, y el que con seguridad lo acompañaría hasta la tumba.
Imbuido en sus pensamientos no sintió el trayecto que lo llevó hasta el imponente y moderno edificio con ascensores inteligentes, en los que bastaba subir para que a una velocidad supersónica lo transportara hasta los más elevados pisos, con la seguridad que ante cualquier emergencia se detendría y facilitaría su evacuación.
- ¡Don Julio, que sorpresa! – le dijo, a modo de saludo, la agraciada joven secretaria del elegante estudio jurídico que, pese a los veinte años que la conocía como tal, parecía, gracias a los innegables subterfugios de la ciencia, no envejecer, y se mantenía con la misma lozanía de las otras jóvenes a quienes doblaba en edad.
- ¿Cómo ha estado usted Marianita? – le respondió Julio, sorprendido de haber utilizado un diminutivo, cosa que nunca hacía pues encontraba tan ridículamente rebuscado y propio de las empleadas de oficinas públicas.
- ¿Un café, don Julio? – le ofreció la secretaria, como si hubiese adivinado sus deseos, mientras lo saludaba con un beso lanzado al aire, supuestamente dado en la mejilla.
Julio asintió y agradeció, contento, para sus adentros, por ese café que su organismo requería tan imperiosamente.
- Ricardo está por llegar. Acaba de avisar que viene en camino – le advirtió Mariana, mientras vertía en una taza, desde una cafetera eléctrica, la humeante y oscura bebida ya preparada.
A Julio le gustaba el café cargado, caliente y entre amargo y dulce, y no vaciló en echarle cuatro cucharadas de azúcar. Luego lo revolvió lentamente, disfrutándolo antes de beber el primer sorbo, que luego paladeó intensamente entrecerrando los ojos. Era la primera bebida caliente que consumía aquella mañana, a poco más de hora y media para el mediodía.
- ¿El diario, don Julio? – le ofreció Mariana, extendiéndole el periódico del día. Julio lo aceptó.
Los titulares nada nuevo le decían. Eran las mismas noticias que con distinto nombre y diferentes protagonistas se repetían constantemente. En la política, por ejemplo, las mismas descalificaciones que desde uno y otro bando se hacían unos a los otros; en el deporte, la última frustración ante un nuevo fracaso en el campo internacional; en el terreno policial, el asalto del día y la redada contra el narcotráfico llevada a cabo en alguna de las poblaciones marginales al poniente de la capital; y, en la farándula, un nuevo escándalo que comprometía a una figura de las tablas con cierta dama de dudosos antecedentes, se disputaban los principales encabezados. Ya estaba cansado de aquello y lo alteraba de sobremanera. Prefirió seguir saboreando su café mientras recorría la sobria elegancia de la sala de espera, descubriendo nuevos objetos con los que Ricardo, con su refinado gusto por la pintura y por lo antiguo, gustaba de adornar su estudio jurídico, como la réplica a escala de dos buques de guerra españoles del siglo XVIII y un restaurado arcabuz auténtico del siglo XVI que colgaba en la pared, rodeado de los cuadros de un emergente pintor nacional, con gran futuro y claramente influenciado por Van Goth, según le había oído comentar al mismo Ricardo.
Sin proponérselo sus pensamientos se fueron deslizando en el tiempo, hacia la pretérita época en que conoció a Ricardo, cuando ambos eran jóvenes imbuidos de un idealismo no contaminado en medio de un mundo enfervorizado por los cambios revolucionarios de los años sesenta. Fueron los tiempos en los que el fanatismo, que suplantó a la razón, condujo a que la sociedad se dividiera en los bandos irreconciliables que llevaron al país a la tragedia, sin que los líderes de entonces fueran capaces de frenar o impulsar, ni menos entender, los cambios urgentes que la juventud toda, desde diferentes trincheras, reclamaba.
Habían transcurrido casi cuarenta años desde la ocasión en que se encontraron por primera vez, siendo Ricardo parte del grupo fundador de un movimiento nacionalista que nacía a la vida pública para enfrentarse al avance arrollador de las organizaciones revolucionarias de izquierda en las que, por curiosas circunstancias y por esas inexplicables cosas del destino, militaban muchos de los que hoy, con el devenir del tiempo, se habían transformado en sus inseparables amigos.
Aunque, después de consumado el desastre a que condujo el fanatismo, el camino que siguieron fue distinto, nuevamente el destino se encargó, con su enigmática volubilidad, de ir reuniéndolos, pero ahora bajo el imperio unificador de la razón.
- ¿Otro café, don Julio? – lo interrumpió Mariana, devolviéndolo a la realidad de la que momentáneamente se había escapado.
Julio sonrió y asintió. Pero ahora lo disfrutaría con un cigarrillo.............

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Cap. II: LOS VIEJOS TERCIOS.

Ricardo lo miró entre asombrado y sorprendido. No sabía si ponerse a llorar o estallar en carcajadas ante lo que le parecía una tamaña insensatez.
Julio, que había previsto la primera reacción de su amigo, consumía la tercera taza de café junto a su último cigarrillo, mientras Ricardo entreabría una de las ventanas laterales para que el humo del tabaco saliera. Usualmente no permitía que fumaran en su oficina, pero con Julio hacía una excepción cuando aparecía por ella de tarde en tarde. Eran amigos desde hacía muchos años, desde aquella época en que el país había vivido sus más tensas y trágicas convulsiones políticas. Aunque de profesiones diferentes ambos compartían muchos ideales, siendo él más pragmático que Julio, que destacaba por un idealismo puro, casi suicida.
- Creo que ya no estamos para esos “trotes” – le dijo Ricardo, desprendiendo la cortina que había quedado atrapada en el borde superior de la ventana – además, no debes olvidar que ya tenemos más de sesenta años y lo que tu propones es una tarea para jóvenes.
- Es precisamente por eso, por nuestra edad. Porque no tenemos nada que perder. Es una lucha postrera por la justicia.
- Más bien parece el eslogan del “Capitán Maravilla”, del “Hombre Araña”, o de esos nuevos héroes robóticos de hoy, que de un movimiento rebelde – le retrucó Ricardo.
- Además – insistió Julio – no debes olvidar que el idealismo no tiene edad, como tampoco la tienen los sufrimientos de los pueblos. Podrá parecer un “quijotismo”, es cierto, pero si tenemos confianza; como yo la tengo; en ésta nueva juventud del tercer milenio que aún no ha sido contaminada, quizás nuestra actitud pueda hacerles abrir los ojos para que no vuelvan a repetir los mismos errores que nosotros cometimos y que tanto dolor causaron.
- De nada valen las experiencias ajenas. La juventud de hoy como la nuestra quiere vivir sus propias experiencias.
- No hablo de trasmitir lo que nosotros vivimos. Hablo de reiniciar la lucha revolucionaria de tal forma que esa lucha sea parte de la experiencia de la nueva juventud.
- Dirán que somos un montón de viejos caducos, obsoletos, que nuestro lugar es un asilo y no la lucha callejera.
- Salvo que tengamos éxito y que les abramos los ojos a una realidad que ellos viven a diario y que no es nueva, sino que viene arrastrándose en el tiempo sin ninguna solución. En todo caso la juventud no es el objetivo, el objetivo es la tercera edad. Lo que la juventud haga o piense es un problema de ellos y ya tendrán la oportunidad de abrirse a la realidad en base, como tu dices, a sus propias experiencias.
- Pero, ¿qué pueden hacer los viejos?
- ¡Mucho!. Huelgas, por ejemplo.
- ¿Huelgas? ¿Y cómo?
- Los jubilados son personas que tienen todo el tiempo disponible, que no tienen futuro, que vegetan sin destino, que ven pasar el tiempo sin ningún aliciente que alimente sus espíritus. Nosotros, al crear un movimiento que los aglutine, permitiríamos darle un sentido a sus vidas y utilizar esa fuerza pasiva que se consume en una nueva forma de protesta. Podemos convocarlos a cualquier hora del día, podemos acosar a las autoridades, podemos invadir, entorpecer y hasta paralizar las oficinas públicas con su sola presencia masiva, impasible, estática, displicente, desdeñosa, sin asumir ninguna actitud confrontacional que valide una represión. Solamente es necesario motivarlos. Hacerles ver que aún están vivos.
- Que son jóvenes encerrados en cuerpos viejos – completó Ricardo.
- En efecto – aprobó Julio.
- Creo voy entendiendo – observó Ricardo.
- Lo primero es despertarlos del sueño en que el sistema los ha sumergido y de hacerlos entender que representan una fuerza dormida que, puesta en marcha, puede llegar a ser avasalladora, para rescatar sus legítimos derechos de los que han sido privados y que han sido reemplazados por limosnas disfrazadas de dádivas generosas, y de paso contribuir a mejorar una sociedad esclavizada y oprimida por una tecnología que adquiere caracteres orwelianos y por la incapacidad para detener una delincuencia desatada; por la proliferación sin límites de la miseria y de una oprobiosa mendicidad; por la corrupción generalizada y sin freno; por una conjunción de valores trastrocados; por la instauración de una dictadura política ominosa disfrazada de democracia representativa; y, en fin, para instarlos a salir al campo de batalla esgrimiendo sus lanzas justicieras y redentoras en defensa de ellos mismos y de los más desposeídos.
Cuando Julio hablaba, como siempre ocurría al promocionar sus proyectos, se iba enardeciendo con una pasión que transmitía fuerza a sus interlocutores. Ricardo, una vez más, no fue la excepción, y terminó por concordar con su amigo. Aceptó finalmente que el proyecto era bueno y posible, y se comprometió a apoyarlo en la reunión a la que Julio pensaba convocar una vez que contara con un número suficiente de interesados en participar.
La tarea no había sido difícil y claro, Julio lo sabía. Sabía que Ricardo se consideraba pragmático, pero él también sabía que no era así y que era fácil convencerlo cuando se trataba de embestir molinos de viento armado solamente con una frágil lanza.
Ya tenía un aliado, y un importante aliado, puesto que Ricardo también era elocuente y apasionado, y además era poseedor de una sólida preparación intelectual. Era el respaldo que necesitaba para enfrentar a los más reticentes.
El apoyo que obtuvo de Ricardo alentó aún más la imaginación de Julio, que si en su estado natural era prodigiosa, ahora se sentía exacerbada por las perspectivas que se abrían a su proyecto.
El segundo paso era contactar y convencer al “Alemán”, y después a Jaime y Tania, a quienes consideraba imprescindibles por la envergadura de su propósito. La mentalidad estratégica del “Alemán”, la prudencia de Tania y la combatividad de Jaime, unida a la suya y a la de Ricardo eran, a su juicio, al margen del idealismo común a todos ellos, los elementos básicos para el éxito de lo que tenía en mente.

El “Alemán” había salido aquella tarde a pasear por el parque bordeando el río que cruzaba la ciudad. De vez en cuando lo hacía aunque, a medida que pasaba el tiempo, le era cada vez más difícil desplazarse, pero le gustaba sentir en la cara el frescor de las tardes otoñales, chapotear por entre las hojas amarillentas desprendidas de los árboles y aspirar el olor a tierra mojada que dejaba tras de sí una pequeña lluvia de la estación.
Imaginaba que esa larga arboleda que escoltaba el sendero ribereño, floreciente en primavera, en la plenitud de su follaje en el verano, desprendiéndose de sus ajadas hojas amarillentas en el otoño y en la esquelética soledad del invierno, simbolizada a la perfección el curso de la existencia, para volver a florecer en los hijos y repetir, ininterrumpidamente, el proceso de la vida.
Como otras veces aquel paseo lo alimentaba con nuevas ganas de vivir, no añorando épocas pretéritas, ni afirmando que todo tiempo pasado fue mejor, sino que sintiendo esa satisfacción plena que embarga a quienes han sido rectos en su proceder y ecuánimes en sus conductas. Él sentía que podía mirar con tranquilidad a sus congéneres, cara a cara, sin remordimientos por su actuar en el pasado. Había logrado que los que discreparon con él, aquellos que en un momento dado fueron sus enemigos por las trincheras que el destino dispuso que ocuparan, hoy día lo respetaran, y hasta lo apreciaran, y sintieran el mismo afecto que él sentía por ellos. Consideraba que aquello era el verdadero triunfo de la razón y del pluralismo ideológico sincero.
La sorpresiva llamada telefónica de Julio lo había sorprendido, no por la llamada misma, a la que estaba acostumbrado a recibir cada cierto tiempo, sino que por la entusiasta exaltación de su voz instándolo a que se reunieran con urgencia.
Mientras caminaba, a esa temprana hora de domingo, no acertaba a imaginar cual era la razón que podría tener su amigo Julio para requerirlo con tanta premura. El parque aledaño; de frondosos árboles en verano ahora desgajados por el otoño, al igual que los que escoltaban la senda que corría paralela a la ribera; estaba desolado, era fácil, entonces, por la claridad del día, divisar a la distancia cualquier figura humana que apareciera.
Faltaba aún media hora para la cita programada, y estaba cerca del ancho puente principal de cuatro pistas que une el centro de la ciudad con el barrio norte, cuando vio surgir, emergiendo hacia el parque por la antigua calle de Las Claras, la figura inconfundible de su amigo enfundado en su chaquetón con cuello de piel y con su característico cigarrillo eternamente prendido a sus labios. Julio también lo había visto y gesticulaba con sus brazos tratando de llamar su atención. El “Alemán” levantó su bastón con empuñadura de plata y lo agitó, a modo de saludo.
Un fuerte abrazo marcó el inicio del encuentro. Aunque estaban periódicamente en comunicación telefónica, hacía más de un año que no se reunían personalmente. El “Alemán”, dedicaba su tiempo a escribir sus memorias, y Julio lo dedicaba a escribir sus historias y novelas infecundas, y a la caza de proyectos, las más de las veces impracticables, y eso todas sus amistades lo sabían, por lo que en ésta ocasión, al igual que en otras anteriores, el “Alemán” no le dio mucha importancia a esa explosión de optimismo, explosiones que cada cierto tiempo se apoderaban de Julio. Pero el viejo militar no rehuía compartir la alegría de su amigo, ya que le agradaba escucharlo, pues se contagiaba con su entusiasmo y con la confianza, depositada en sus proyectos, que trasmitía.
Como tantas otras veces, ahora más espaciadas en el tiempo, pasearon largamente por el sector costanero del parque; o por la alameda de los tajamares, como era conocido el sitio en tiempos de la colonia, nombres históricos que el “Alemán” gustaba de utilizar siempre que se refería a algún lugar de su especial agrado; conversando sobre diferentes temas y haciendo recuerdos, como lo hacían cuando se juntaban, de sus amigos comunes.
Después de los preámbulos, en los que el “Alemán” fue parco al hablar de sus memorias, sin querer adelantar nada de ellas; sentenciando solamente que si éstas llegaban a publicarse ello ocurriría cuando él hubiera muerto; preguntó a Julio por sus escritos, pero éste tampoco quiso hablar con profundidad de su nueva novela. – Es histórica, sobre un hecho naval poco conocido – se limitó a decir, agregando que eso le permitía hacer un poco de ficción. Luego, vino el tema motivo del encuentro, en el que, sin que fuera interrumpido, Julio se explayó con cautela, aunque hizo sus planteamientos en líneas generales, conciente que despertar el interés del “Alemán” requería solidez en los argumentos globales y un poder excepcional de convencimiento.
El “Alemán”, lo escuchó atentamente, sin hacer preguntas, al tiempo que aprobaba, con un movimiento afirmativo de cabeza y con un gruñido que le nacía en la garganta, cada punto y cada objetivo que Julio le exponía.
Julio sabía que el concurso del “Alemán” era de vital importancia para sus pretensiones, y por eso se esmeró en ser lo más claro y directo posible, rehuyendo irse por las ramas. Y no se equivocó. El “Alemán” accedió a participar en el intento y ofreció su casa para la primera reunión, siempre que fuera un número reducido de asistentes.
- Yo diría que en extremo reducido – respondió Julio –: Solamente nosotros dos, Ricardo, Jaime y Tania.
Era cerca del mediodía cuando ambos amigos se despidieron. Julio había quedado feliz con el resultado del encuentro, más aún cuando observó que los ojos del “Alemán”, normalmente opacos e inexpresivos, ahora brillaban, como los de él ante el espejo, con cierta picardía, como diciendo: - Estamos nuevamente en la batalla.
Tenía una hora por delante para encontrarse con Jaime. Julio había programado las entrevistas separadas. No quería que el tema; su tema; se diluyera en medio de reminiscencias. A la una de la tarde se reunirían en el Círculo de Oficiales de Ejército en retiro, del que se había hecho socio después de rechazar numerosas e insistentes invitaciones de sus antiguos camaradas.
Julio tenía la poco usual costumbre de llegar siempre con algunos minutos de antelación a sus citas, y éste ocasión no fue una excepción. Faltaban diez minutos para las 13 horas cuando llegó hasta el local, tiempo suficiente para revisar que todo estuviera preparado, tal cual lo había pedido, en el comedor privado que había reservado. El lugar tenía para Julio la ventaja de poder firmar un vale por el consumo, y un mes por delante para ingeniárselas como pagarlo.
A la una en punto, después de dar su conformidad a los preparativos, se asomó a la puerta de calle para encontrarse, a boca de jarro, con su apreciado amigo de alba cabellera, otrora de un negro azabache, que le daba una asombrosa distinción.
A la amistad que los unía desde la época de estudiantes se sumaba la convergencia de similares posturas ideológicas que, si bien no habían variado pese al tiempo transcurrido, se habían decantado, desplazando al sectarismo y a la violencia para dar paso a la tolerancia y a la mesura.
Para Julio no hubo mayor problema en lograr que Jaime se entusiasmara con su proyecto. La confianza mutua que se dispensaban era suficiente para respaldarse el uno al otro, sin necesidad de esgrimir mayores argumentos. Y, el concurso de Jaime, aseguraba el de Tania, su entrañable amiga.

La historia de Jaime y Tania era especial, tenía el barniz romántico de la historia de amor surgida en medio de los cambios revolucionarios de una época alterada por el idealismo de una juventud rebelde.
Jaime, durante la desordenada agitación de los días previos al golpe militar, estudiaba economía en la Sede Norte de la Universidad, sede conformada con los estudiantes de izquierda, partícipes y críticos del gobierno que; a comienzos del año de la intervención que lo derrocó; producto un cisma político, se habían separado de la Sede Occidente para crear el nuevo campus universitario. La presidencia del nuevo Centro de Alumnos a que dio origen la nueva sede recayó en Álvaro, un simpático comunista que, a la par de sus estudios, se desempeñaba como funcionario de un organismo de las Naciones Unidas. Coherente con sus principios ideológicos partidarios Álvaro conformó un comité con representantes de todas las corrientes políticas de la izquierda, sin excepciones, para producir esa sensación de democracia participativa que muchos reclamaban.
Como el clima político se hacía cada vez más crítico y peligrosamente beligerante en la medida que avanzaba el año, y el fantasma de una guerra civil se cernía sobre el país, las actividades bélicas en la sede universitaria Norte se fueron, tardíamente, intensificando, pero sin ningún orden ni concierto, precariamente reducidas a la fabricación de bombas Molotov y al acopio de piedras y macanas.
Jaime, fustigador del gobierno como militante del Partido de la Revolución, se integró a la agrupación militar, cuyas actividades y enlaces coordinaban estudiantes Tupamaros exiliados, con amplia experiencia guerrillera. Allí fue donde Jaime conoció a Tania, la Comandante Tupamara encargada de las comunicaciones y enlaces, y también a Julio Leopoldo, en ese entonces militante de un grupo socialista no gobiernista, cercenado del partido del Presidente. Eran sus recuerdos más preciados de una época que dejó el sabor amargo de la derrota mezclado con la desazón que produjo el rotundo fracaso de los idealismos sociales, a que líderes con pies de barro lo condujeron.
La agrupación militar, a petición del Presidente del Centro de Alumnos, accedió a instruir militarmente a un grupo de estudiantes, tarea que por sus conocimientos solamente podía recaer en Jaime, por sus cursos sobre guerrilla realizados en Punto Cero, en Cuba, y por Julio, por su pasado castrense. Pero como Jaime militaba en un movimiento revolucionario para-militar debía contar con la aprobación de la superioridad de su organización.
En realidad Jaime no estaba muy convencido de lo apropiado que fuera impartir una instrucción masiva, pues no pasaría de ser un esmalte militar muy superficial que no justificaba los riesgos que se correrían, opinión que compartía la dirigencia del Partido de la Revolución. Nadie podía asegurar en ese entonces que no estuvieran infiltrados, pero la inminencia de un enfrentamiento fue argumento suficiente para convencerlos de la necesidad de contar, a lo menos, con cuadros rudimentariamente organizados y dispuestos a combatir en cualquier circunstancia y con cualquier medio. Así fue como Jaime fue autorizado a realizar esta actividad, convirtiéndose en ayudante de Julio; más preparado para desempeñarse en estas tareas; desligándose temporalmente de su célula revolucionaria.
- Debes limitarte a ciertos temas específicos que permitan operar en situaciones puntuales – recordó que le había dicho el Comandante “Juancho”, preguntándole a continuación por el número de estudiantes que participarían.
- Se cuenta con alrededor de doscientos. Fue la cantidad aproximada que asistió a la charla informativa sobre la gravedad de la situación política, y donde se deslizó la necesidad de organizarse y de tomar ciertas precauciones defensivas que acogió Álvaro, el Presidente – había respondido Jaime.
En una gran sala en el segundo piso del edificio que ocupaba la Escuela de Economía, en una de las principales avenidas de la capital; que más tarde ocuparían algunas dependencias de los aparatos de seguridad del nuevo gobierno; se dio comienzo a la instrucción con una clase teórica sobre nomenclatura y uso del fusil AKA6 y de algunas armas de puño. Luego se organizaron a los estudiantes en células o unidades básicas y se les dio a conocer e instruyó sobre el empleo de señales convencionales elementales, instrucciones que se alternaban con charlas sobre las situaciones reales que les podrían tocar vivir en un combate, y sobre las medidas preventivas que cada uno debía adoptar para estar permanentemente preparado en caso de una movilización de emergencia.
Se trataba, fundamentalmente, de llevar el idealismo heroico y romántico, con el que la juventud vestía la actividad del combatiente revolucionario, a la realidad grotesca y sangrienta de un combate verdadero. Asimismo había que preocuparse de la supervivencia durante los primeros días de un enfrentamiento y, por eso, se les recalcaba, una y otra vez, la necesidad que cada uno dispusiera de un morral al alcance de la mano, provisto de elementos médicos de primeros auxilios y de alimentos no perecibles, como charqui, cebollas y chocolates.
Fue una de aquellas la tarde inolvidable, siempre en medio de la algazara que invade un recinto abarrotado de jóvenes embargados de la creciente inquietud que trae aparejada la inminencia premonitoria de grandes acontecimientos, cuando Jaime divisó que por el pasillo que conducía a las salas de clases del ala sur del edificio avanzaba, en sentido contrario y directamente hacia él, una hermosa joven rubia, risueña, de pelo corto ensortijado, que vestía un traje formal de dos piezas, a la que no pudo quitarle la vista de encima.
- ¡Hola! – recordaba Jaime que le dijo la joven, a modo de saludo – debes darme solamente tú teléfono y tú “chapa”, y nada más – y agregó, con sus chispeantes ojos verdes que le iluminaban el rostro, antes que atinara a responder –. Yo soy Tania.
Jaime no era un joven tímido, ni menos capaz de amedrentarse ante una hermosa mujer, sin embargo, por extraño que parezca, había tartamudeado al responder.
- Yo, yo..., soy Jaime – contestó, dando su nombre verdadero pero, comprendiendo de inmediato su error, trató de corregirlo adicionándole un supuesto apellido, el primero que acudió a sus labios – Jaime Tapia, y mi teléfono es el 997110 – concluyó, completando la frase.
- Salvo alguna urgencia, debes estar atento a diario, entre las 6 y 7 de la mañana. Solamente entre esas horas te informaré cuando haya algo que comunicarte.
- ¿Y donde puedo ubicarte?
- Sólo aquí, en la Escuela, y personalmente.
- ¿Y en caso de urgencia?
- Sólo aquí – le había insistido Tania, sin abandonar su sonrisa, que a Jaime le pareció, ante su insistencia, revestida de cierta coquetería.
Tania había asistido a todas las clases que los jóvenes instructores habían realizado en las tardes; entre las 18 y las 21 horas, aquella primera semana de septiembre; pero Jaime no había reparado en su presencia, especialmente porque Tania cambiaba su sobrio traje femenino por una tenida deportiva y un gorro artesanal que le caía sobre la frente y que ocultaba su cabellera rubia recogida, y porque después no se unía a ninguno de los grupos que se organizaban para beber una cerveza en el casino de los Suboficiales en retiro de la policía uniformada, que cordialmente los recibía en su local de la misma avenida, donde acostumbraban a cerrar, ya entrada la noche, gratamente el día.
Tampoco era usual ver a Tania en el casino de la sede universitaria, salvo antes de ingresar a la clase de auditoria que se dictaba en horario vespertino, donde era común verla ocupando la misma mesita en un rincón, ajena al bullicio que rodeaba a las demás mesas, junto a una taza de té con limón y tostadas con mantequilla, y frente a un libro siempre abierto, sin distraer en nada su mirada. En los pasillos del recinto era normal, en cambio, verla detenerse a conversar brevemente con dirigentes estudiantiles y tomar taquigráficas notas en su libreta de apuntes forrada en cuero rojo. Jaime no perdió oportunidad, a partir de esa primera breve conversación, de cruzar con ella al pasar alguna palabra intrascendente, o un mero saludo, que ella respondía entrecerrando los ojos en un gesto de femenina complicidad.
Pero Tania era así con todos, aunque a Jaime le pareciera; lo mismo que a todos les pudiera parecer; que con él tenía un trato especial de intimidad.
La última instrucción que se llevó a cabo el sábado 8 de septiembre, en medio de un clima en extremo tenso, contrastaba con el ambiente de frivolidad que había reinado hasta entonces. Lo que parecía tan lejano, casi imposible de ocurrir en la realidad, salvo solamente en la mente febril de los más comprometidos, se presentaba tangible e inevitable. Ya nadie parecía dudar que el enfrentamiento armado estaba ad portas. Los más audaces hablaban de horas y de la necesidad de anticiparse a la ofensiva de los sectores reaccionarios del fascismo. Los más tímidos, sin embargo, sostenían que aún había esperanzas, y se pronunciaban por esperar a la defensiva.
La última orden que se dio en la Escuela de Economía fue la de tener preparados los morrales de emergencia y de estar atentos al llamado a concentrarse en el recinto universitario.
Pese a los preparativos de última hora, los acontecimientos que comenzaron a sucederse desde las primeras horas del 11 de septiembre tomaron a todos por sorpresa salvo, quizás, al Partido Comunista, a juzgar por el titular del diario de su propiedad que a grandes columnas llamaba a todos, ese mismo día martes, a movilizarse y a ocupar sus puestos de combate.
El alerta telefónico, llamándolo a “reconocer cuartel”, le llegó a Jaime alrededor de las siete de aquella mañana histórica hasta su domicilio en una avenida de nombre helénico. De inmediato los síntomas clásicos del nerviosismo se hicieron presentes, como si hubieran estado esperando el momento a flor de piel. Un cosquilleo en el estómago, sudoración de las manos y el paso veloz de imágenes bélicas por su mente lo acompañaron mientras se vestía rápidamente. Luego tomó su morral y se dirigió, como estaba previsto, hasta el edificio de departamentos que estaba calle de por medio, a buscar a Julio Leopoldo, su amigo y compañero de carrera, que disponía de vehículo. Julio, que también había sido alertado por la voz suave y bien modulada de Tania, invadido por una enorme excitación le esperaba junto a su automóvil, prácticamente con el motor en marcha.
El resto era historia no grata de resucitar, salvo las dos veces, después de ingresar clandestinamente a fines de los setenta, en que gracias al “Alemán”; con quien Julio Leopoldo lo había puesto en contacto; pudo eludir los servicios de seguridad del régimen y huir del país.
De Tania no volvió a saber, arrastrados en distintas direcciones por la vorágine de los dramáticos acontecimientos que siguieron a la cruenta caída del régimen socialista.
Después de una breve resistencia armada, que culminó con la muerte en combate del líder del partido de la revolución, Jaime, al igual que todos los sobrevivientes, se vio acosado por los servicios de seguridad del Estado que no dieron tregua a los cuadros de la oposición clandestina, y tuvo que salir, contra su voluntad, al exilio, utilizando ocultos pasos cordilleranos hacia la república vecina, y desde allí proseguir hacia los países de la orbita socialista de la vieja Europa, mientras otros lo hacían a la Cuba caribeña.
Un año y medio deambuló errante por tierras desconocidas, de extrañas y exóticas costumbres, hasta que Álvaro; el que fuera presidente de la sede universitaria donde Jaime estudiaba; lo encontró en una capital de un país del viejo continente, lo enroló en un grupo de jóvenes comunistas y lo envió a la Alemania Democrática.
Así fue que llegó a la imponente casa de campo, al nordeste de Berlín, que en la era del nazismo perteneció al Mariscal Hermann Göering, y que en más de una ocasión albergó en sus espaciosas, elegantes y numerosas habitaciones al Fürher Adolfo Hitler, a su amante Eva Braun y a la selecta comitiva de altos dignatarios del régimen que acompañaban permanentemente al dictador alemán.
Sus cuidados y hermosos jardines, en medio de los bosques de Wandlitz, fueron testigos presénciales de las reuniones sociales donde alternaban los jerarcas del Partido Nacional Socialista, enfundados en sus prusianos uniformes, en sus momentos de ocio y esparcimiento previos a la Segunda Guerra Mundial.
En sus opulentos salones, pródigos en obras de arte provenientes del botín de guerra de los países sojuzgados por las armas, se daban cita, ya en plena conflagración, los personajes más importantes del país que dominaba Europa, y allí, en sus mudas paredes, quedaron grabadas las conversaciones en torno a los destinos que les esperaba a los países invadidos cuando el conflicto terminara con el triunfo del imperio de los mil años.
La historia, sin embargo, dijo otra cosa, y cuando Jaime arribó a la mansión, bautizada como Wilhelm Pieck en homenaje al obrero comunista que en 1949 se convirtió en el primer Presidente de la República Democrática Alemana, habían transcurrido treinta años desde el término de la guerra que envolvió al mundo entre 1939 y 1945. Sólo siniestros fantasmas de aquella época pululaban por los bosques, por los jardines y por los elegantes salones transformados en dormitorios y salas de clases de uno de los principales centros de formación marxista y paramilitar de la órbita socialista.
Corrían los primeros meses de la segunda mitad del año 1976 cuando la Escuela de Wilhelm Pieck abrió sus puertas a la delegación de jóvenes chilenos que se incorporaban como alumnos internos permanentes, sumándose a los jóvenes provenientes del mundo árabe, del continente africano y de los países latinoamericanos que buscaban acrecentar su formación política revolucionaria.
A Jaime le impresionó desde el primer momento la grandiosidad y la belleza natural de lugar, y así se lo comentó a “Drago”, un joven mexicano de ascendencia yugoeslava que había conocido en París, en uno de esos cafés al aire libre, gracias a la ayuda que le prestó para hacerse entender en francés con los dependientes del establecimiento. El fortuito encuentro se acopló a la extraña circunstancia de que ambos se dirigían al mismo destino, y de allí surgió una incipiente amistad que los llevó a continuar juntos el viaje y que terminó cuando “Drago” fue víctima de su arrojo temerario combatiendo en el continente negro.
Dos meses, de arduo trabajo como alumnos de esta escuela internacional de adoctrinamiento, habían transcurrido cuando fue nuevamente en un pasillo, a miles de kilómetros del lugar de su primer encuentro, que Jaime reconoció a la distancia la inconfundible y grácil figura de la joven rubia que no había podido olvidar.
El destino se había encargado de juntarlos de nuevo. Y esta vez sería para siempre.
Dos veces, entre 1978 y 1983, Jaime regresó clandestinamente al país en el cumplimiento de misiones que en ambas direcciones le fueron encomendadas, y en ambas oportunidades debió recurrir al “Alemán” y a su red de protección; que, con otros antiguos partidarios decepcionados del régimen militar, había creado; para salvar su vida y huir al extranjero en medio de novelescas aventuras.
Finalmente, la madurez que da la experiencia, y la realidad que usualmente supera a la ficción y dista mucho de los sueños, fue el elemento clave en la evolución hacia el pragmatismo del joven matrimonio.
Dedicados a completar sus estudios, luego a servir en organismos internacionales y más tarde a incursionar en el campo del comercio electrónico, permitieron que Jaime y Tania afianzaran una cómoda posición de holgura económica que les permitió regresar en 1998, tras más de dos décadas de exilio.
De aquel arribo definitivo al país, ya restablecida la democracia tradicional; que difería mucho de ser la democracia utópica de sus años mozos; habían transcurrido cinco años, matizados con encuentros aislados con sus antiguos camaradas, entre los cuales los más asiduos eran Julio y el “Alemán”, y Ricardo que, de aliado del régimen militar, se había convertido en el asesor legal y defensor de los perseguidos, a los que se sumaban ocasionalmente otros desengañados idealistas de un período ya devorado por la historia.
El otrora heterogéneo y pequeño grupo, superando ideologismos tan disímiles, poco a poco se fue aglutinando bajo las banderas de la razón de un pragmatismo basado en la justicia de las demandas en lo social, y en los derechos inalienables del ser humano, y de allí, probablemente, surgió la idea original del movimiento en la mente de J.L.


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Continuará.

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