Cap. IX: EL MICROBÚS.
Hacía frío y no cesaba de llover. Julio tenía los pies mojados y una dureza en la planta del izquierdo que le molestaba sobremanera caminar. Aunque la distancia con el “sucucho” era de pocas cuadras, las que normalmente recorría caminando entre cigarrillo y cigarrillo, entretenido mirando los escaparates de las tiendas, sentía, en aquella ocasión, deseos de llegar pronto. Se cobijó bajo el dintel de una antigua casa esquina, lo suficientemente amplia para guarecer de la lluvia a varios peatones que esperaban locomoción. El agua, que cubría la calzada hasta el nivel mismo de las veredas, corría como un verdadero río, mientras su caudal seguía creciendo favorecido por uno de los tantos males nunca solucionados de los inviernos; los desagües tapados. Otro de los males, el de los semáforos, que junto con las primeras gotas que se dejaban caer dejaban de funcionar produciendo un caos en el tránsito, daba origen en las esquinas a un concierto de bocinazos entre los conductores que, por este medio, trataban de imponerse sobre esa verdadera ley de la selva, donde solamente los más agresivos se aventuraban y conseguían avanzar. Pero aquel atardecer, en aquella esquina poco concurrida, el tránsito era expedito.
Una camioneta moderna, con tracción en sus cuatro ruedas “patonas”, pasó rauda levantando una cortina de agua que empapó a Julio, a una señora que abrazaba protectora a un “chiquillo” y a varios transeúntes cuyas protestas se las tragó el aguacero. Tras la prepotente camioneta se detuvo el esperado microbús. Si no se hubiera detenido a mitad de la cuadra y hubiese llegado unos segundos antes, se habría evitado el vejatorio “chaparrón”.
Mientras Julio pagaba el pasaje escuchó una voz a sus espaldas que le pedía permiso al conductor para vender su mercancía. El conductor asintió con un gesto apenas perceptible.
- ¡Maní! ¡Maní! ¡Cien pesitos la bolsita! ¡Sólo cien pesitos! – ofrecía el vendedor ambulante en un canasto cubierto con una pañoleta. Nadie compró. El vendedor recorrió dos veces el pasillo y tras agradecer al conductor, descendió. Inmediatamente, antes que el microbús reiniciara su marcha, subió otro vendedor. Este ofrecía chicles y “gomitas” de eucalipto para la tos y el resfrío, productos de temporada que en el verano serían reemplazados por los helados y enanas bebidas individuales. Al segundo vendedor le siguió, en el paradero siguiente, un tercero, ofreciendo “parches curita” y una pomada milagrosa “quita callos”, que Julio por un momento pensó en comprar para tratarse la dureza en el pie izquierdo, y antes que éste descendiera, como si concertadamente se cerrara una tanda comercial, subieron dos “raperos” mal agestados, llenos de aros y tatuajes y vestidos a la usanza norteamericana de los barrios bajos de Manhattan, que regalaron a los pasajeros con dos composiciones “progresistas” ideadas en alguna cloaca nauseabunda para después pedir una colaboración voluntaria, bajo una mirada feroz que encerraba una amenaza al que no contribuía en beneficio de la difusión del “arte”. Los sui generis artistas fueron reemplazados en el pasillo del microbús, convertido en “escenario”, por otro dúo, un guitarrista y un cantante, innegablemente de cierta jerarquía, que interpretaron dos hermosas canciones del folclor nacional que el pasaje, resignado y forzado espectador, procuró recompensar con una cierta generosidad limitada por sus medios. Luego vino una nueva tanda comercial ofreciendo productos a un mínimo precio gracias, según el elocuente vendedor, a que era una oferta de propaganda. Lápices, textos estudiantiles, láminas, naipes, analgésicos, pulseras artesanales, anillos, trabas para el pelo y un “cuantuay” se sucedieron ininterrumpidamente en el curso del recorrido de dos kilómetros, antes de que Julio llegara al paradero de su destino.
Cuando se preparaba para descender acertó a subir al microbús un nuevo personaje destinado a despertar la solidaridad tan arraigada en el alma popular. Julio decidió continuar el trayecto para no perderse la nueva fase del espectáculo. Fue una mujer de una palidez intensa, pobremente vestida y con un niño pequeño en sus brazos, que comenzó a recitar, con voz monótona y apenas entendible, como si se tratara del argumento de una teleserie y ya la hubiese repetido miles de veces, la tragedia de su vida. Nunca podremos saber si era verdad lo que decía o un método fraudulento para enternecer el corazón de los pasajeros. Siguiendo con el capítulo de la solidaridad, después de un par de cuadras de intermedio, le tocó subir a un lisiado, rompiendo el interludio mercantil. Afirmado en una muleta exhibía una serie de papeles; médicos según él y que nadie, como es natural, comprobaría; que certificaban su irrecuperable invalidez, a la que seguía una perorata que en síntesis reclamaba una ayuda para mantener a su desamparada familia.
Cuando la secuencia hacía suponer el fin o una repetición del espectáculo, un nuevo protagonista apareció en escena. Vestido con una tenida multicolor excesivamente ancha y adornada con una profusión de lunares; con el rostro artesanalmente maquillado y una desproporcionada sonrisa dibujaba; hizo su entrada triunfal un criollo payaso callejero, mezcla “chasquilla” de actor, bufón, mimo e histrión, que con un grotesco, insolente y grosero parlamento, que pretendía ser humorístico, trataba de hacer reír a unos a costa de otros. Julio decidió, entonces, que era suficiente, y resolvió descender, pensando que lo más probable era que aquella escenificación de la realidad fuera la fuente de inspiración de los genios de nuestra televisión.
Nunca había puesto una especial atención en los personajes habituales que caracterizan un recorrido en microbús, ni en aquellos que copan los espacios públicos, y tampoco se había detenido a razonar sobre su existencia, pero era claro que su presencia era un índice de mayor credibilidad que aquellos que arrojan las frías; y a veces amañadas; encuestas estadísticas sobre el incremento o disminución de los males que agobian a una sociedad.
A la actuación de los personajes que en aquella ocasión le tocó a Julio presenciar se sumaban una enorme variedad de otros, con matices diferentes pero derivados de los mismos. Los productos ofrecidos, por ejemplo, por los vendedores clandestinos; la fauna marginal más numerosa de ésta selva de cemento; es de una variedad inimaginable. A ellos les siguen en cantidad los cantantes, desde el solitario intérprete, sin apoyo instrumental ni escénico, hasta el conjunto que exhibe un soporte electrónico y un recaudador de las contribuciones. Después vienen las historias que buscan romper el corazón desde donde surja el caudal de una generosa ayuda. Es el área dramática que pone en juego toda una coreografía que respalda los relatos de accidentes imprevistos, de enfermedades incurables, de delincuentes rehabilitados, del desamparo de cesantes y de un sin fin de argumentos nacidos de una prolífica imaginación o de una cruda realidad que el espectador no puede llegar a distinguir. Pero no todo es drama, aunque es este el género que reporta los mejores beneficios, pues hay también quienes pretenden hacer reír, aunque generalmente nunca alcanzan su objetivo, logrando, a lo más, arrancar una que otra sonrisa surgida del ridículo de rutinas lastimosas basadas en la grosería o en el controversial doble sentido.
Para Julio ésta era solamente parte de una realidad social mucho más dramática que ellos, constituidos en “Democracia Directa”, se proponían abordar.
Los malabaristas callejeros y su contraparte, las estatuas humanas; la mendicidad, expuesta con mayor crudeza en los frontis de los templos religiosos de la solidaridad, bajo los puentes que cruzan el río que divide a la ciudad, a la luz intermitente de los semáforos y en los servicios de urgencia de primeros auxilios, convertidos en hospederías para indigentes; la profusión de vendedores ambulantes, ofreciendo productos ilegales, que copan los paseos y grandes avenidas con mayor afluencia de público; la gama de delincuentes de todas edades y raleas a la caza de incautos y de distraídos transeúntes; la prostitución infantil, la adulta y la homosexual; y, el alcoholismo y la abierta drogadicción, venían a completar el cuadro desolador de una sociedad incapaz de poner coto a los excesos a través de un sistema claramente inoperante y de una autoridad desbordada en su misión y en su capacidad.
El Presidente había dicho que su mayor deseo era que durante su gobierno se lograra cambiarle el rostro a la capital, y canalizó todos sus esfuerzos hacia ese objetivo. Se construyeron modernas carreteras, se acicalaron avenidas, se extendieron las líneas del ferrocarril metropolitano, se pavimentaron calles, se crearon nuevos paseos peatonales, se diseñaron jardines, se modernizó la locomoción pública, se maquillaron las fachadas de los edificios gubernamentales, se emprendieron grandiosas obras subterráneas, se reforestaron parques y cerros, se levantaron estatuas y se llevaron a la práctica otros proyectos orientados hacia el mismo fin que demandaron grandes inversiones, sin considerar que el hermoseamiento debía comenzar por embellecer el alma de la nación.
La renta estatal era, sin lugar a duda, la solución que erradicaría la mendicidad en todas sus formas de expresión, disminuiría radicalmente la delincuencia callejera, dignificaría al ser humano y, a la par, se transformaría en una nueva fuente que alimentaría la producción y el desarrollo.
Tras su impensado paseo en el microbús Julio quedó aún más convencido de los justificados, necesarios y revolucionarios cambios que se proponían llevar a cabo y que el sistema urgentemente requería.
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Cap. X: LA SEGUNDA PROTESTA.
Los días, transformados en semanas, habían diluido los efectos de la movilización; o huelga de jubilados; que se llevó a cabo en el Ministerio de la Previsión. Los noticieros ya no mencionaban la protesta. El gobierno y el oficialismo habían ignorado las demandas y los políticos en general habían dejado que el incidente se fuera sumiendo en el olvido, sin profundizar en un tema que consideraban con aristas demasiado conflictivas y comprometedoras.
Todo parecía haber vuelto a esa aparente normalidad con tan singulares características. Los políticos, especialmente los impenitentes cazadores de imagen, se refocilaban en los sillones ante las cámaras de los estudios de televisión, sin importarles, como es natural de suponer, la calidad del programa, o posaban, exhibiendo su mejor sonrisa, ante cualquier lente gráfico que se pusiera por delante.
Los encabezados de las noticias habían vuelto a ser los mismos: asaltos, escándalos, corrupción, descalificaciones, acusaciones, desmentidos y la permanente preocupación por las candidaturas del evento electoral más cercano, asunto éste que ocupaba el mayor tiempo en las agendas políticas de los grupos fácticos de poder de todos los partidos y, globalmente, las de la oposición y del gobierno. En esa época, previa a una elección, los problemas de la gente, por graves que fueran, descendían, de un segundo o tercer lugar en importancia, al último, en la precedencia de los representantes del pueblo
La plebe, a su vez, tras su explosiva y aislada incursión, había regresado a su habitual silencio, apatía y sumisión.
La estrategia, diseñada por el “Alemán”, consideraba este intervalo como previsible y por eso fue que se opuso a una segunda protesta, inmediata a la primera. Si así hubiera sucedido, como era la opinión de la mayoría, hubiese permitido que los defensores del sistema iniciaran una contraofensiva, que por la disponibilidad de medios, podía ser devastadora para “Democracia Directa”.
– No deben olvidar – decía – que ésta es una guerra de chico a grande. Hay que devolverle la tranquilidad y la confianza al enemigo para que relaje sus defensas antes de asestarle el segundo golpe, que sea tan demoledor que les resulte catastrófico, ojalá irrecuperable.
El objetivo, mantenido en secreto, ya lo tenía definido el “Alemán”. La primera movilización le había permitido apreciar las debilidades y fortalezas de ambas fuerzas y la capacidad de reacción del enemigo, y con esos antecedentes básicos se había abocado a la planificación minuciosa de la segunda gran batalla.
La Comisión Política y los “capitanes” de las legiones habían sido convocados al “cuartel general”, en los “Ladrillos”, para una tarde de domingo, dos semanas antes a las fechas tentativas que se barajaban para la ofensiva, cuyo día definitivo se daría a conocer en el último minuto posible para que cada uno, contando con el tiempo mínimo necesario, a objeto de evitar posibles filtraciones, pudiera movilizar a sus respectivas “huestes”, que en esta ocasión debían procurar incrementar con familiares y amigos para hacer de la protesta una multitudinaria manifestación, heterogénea y universal, con la presencia de jóvenes estudiantes, trabajadores, dueñas de casa y, en último termino, ancianos jubilados.
El plan constaba de tres fases, la distractiva, la ofensiva y la retirada, y para su ejecución se disponía de una fuerza consistente en diez legiones, una por cada centro de pago, distribuidas en tres “escuadrones” de acuerdo a su ubicación geográfica.
Con el plano de la capital extendido en una de las murallas del comedor privado de “Los Ladrillos”, el “Alemán” fue explicando el desarrollo de la operación, la organización de las fuerzas, las responsabilidades de cada “capitán”; y de Ricardo, Carlos y Roberto, como jefes de los “escuadrones”; los horarios, el sistema de enlaces y de señales y hasta los más mínimos detalles, sin dejar nada a la improvisación, haciendo reiteradamente hincapié, una y otra vez, en la necesidad de ajustarse a las instrucciones y de actuar disciplinadamente y con celeridad para aprovechar al máximo el factor sorpresa.
Cada miembro de la Comisión Política y cada “capitán” tenían sus misiones claras y bien especificadas.
Al “Alemán” lo secundarían Julio y Jaime. “Malala” y Mariana se preocuparían de las relaciones públicas. Cristina, con el viejo René, de los volantes que se pegarían en las murallas del objetivo. El “Memo”, se ocuparía de la vigilancia. Tania, con Juan de las sopaipillas como mensajero, de la coordinación y distribución de los alimentos y volantes. y “Pancho”, con el “Bachicha” Publio Ludovico como ayudante, de la logística.
Con todo ya preparado el “Alemán” dio el vamos, para el día lunes de la semana subsiguiente, a la fase distractiva, que se iniciaría cuarenta y ocho horas antes del día viernes fijado en su plan para la ofensiva, es decir, con las primeras luces del miércoles siguiente.
La noche del martes, sin habérselo propuesto, los miembros de la Comisión Política y algunos “capitanes” fueron llegando aisladamente hasta “Los Ladrillos”, como si se tratara de una vigilia concertada en el que el incremento de la adrenalina había desplazado al sueño, y fueron tomando ubicación en una mesa que paulatinamente se fue alargando al calor que emanaba de dos estufas a gas que “Pancho” había dispuesto en el comedor privado; ya reservado exclusivamente para “Democracia Directa”; invitando a la conversación y a las reminiscencias de las vidas en su ocaso.
Mientras se contaban anécdotas; algunas que bordeaban los límites de la tragedia; con voz queda y una sincera sonrisa de conformidad dibujada en el rostro, quedaba claro que no había rencor en los recuerdos atesorados. Había, más bien, un recatado sentimiento de culpa por haber desperdiciado un precioso tiempo sin haber hecho lo suficiente, lo que se pudo y no se hizo, y por sentirse que habían sido, en gran medida, responsables, por omisión, por apatía, por mansedumbre o por comodidad, de los males que se habían entronizado en la sociedad.
- Nosotros elegimos a nuestros gobernantes y hoy día nos quejamos – dijo filosofando el octogenario y desgarbado doctor Ponce.
- La culpa, entonces, no la tiene el chancho sino el “pájaro” que le da el afrecho – interrumpió “Pancho”, con su peculiar lenguaje, mientras ayudaba a la Rosita y a la Juani a servir un vino caliente con palitos de canela y “torrejas” de naranja, y bebidas y café para los abstemios.
- Pero no es tan así de simple – intervino el “Memo” -. No podemos olvidar que no somos nosotros quienes eligen a los candidatos. Nosotros solamente nos pronunciamos entre las alternativas que los partidos nos proponen, o nos imponen. Ahora mismo, faltando dos años para la elección presidencial, los nombres de los pre-candidatos ya se barajan al nivel de directivas.
- ¡Ni a los militantes los toman en cuenta! – aseveró Carlos, acariciándose la barba blanca que tanto lo avejentaba y que se negaba, tozudamente, a eliminar –. ¡Los méritos, la capacidad y la trayectoria de nada sirven ante las componendas de los grupos fácticos de poder! Ellos son los que finalmente decidirán a los que democráticamente representarán al pueblo – terminó diciendo con marcada ironía.
- Con la presunción de que los partidos son corrientes de opinión se arrogan ese derecho – observó, interviniendo de nuevo el doctor Ponce.
- ¡Pero no lo son! – señaló de inmediato y tajantemente Ricardo, algo amoscado –. Ahora son grupúsculos poderosos, que pululan en todo el espectro político, los que deciden. ¿Quién no ha oído hablar de los “duros”, de “los renovados”, de “los pino no se cuanto”, de “los guatones”, de “los colorines”, de “los narigones”, de “la nueva no se qué”.
- De “los poto pelado”, de “los calzoncillos rotos”, de “los patas negras” – coreó “Pancho” festivamente, arrancando carcajadas.
- Y pareciera que siempre eligen como candidato al más ingenuo y al más inepto. Y la corte que lo eligió y que lo rodea, para después utilizarlo en su provecho, lo engatusa con halagos, endilgándole cualidades que van desde su liderazgo natural hasta sus innegables cualidades de estadista – continuó Ricardo.
- Y lo más dramático es que el tipo elegido se lo cree – precisó Roberto con sorna.
- No solamente él se lo cree sino que, todos nosotros, también lo creemos – denunció el “Nene”.
- Bueno – dijo Jaime, interviniendo por primera vez –, lo mismo sucede con los que van escalando posiciones hacia el poder. Me refiero a los concejales, diputados y senadores. Todos pugnan por abrirse camino, a codazos y zancadillas si es necesario, aunque hay excepciones, anecdóticas y repudiables, pero excepciones al fin. En las elecciones parlamentarias de fines de mes hay un par de ejemplos que rompen el esquema tradicional, no en el sentido que ustedes piensan, sino en el opuesto. Hay uno que no sigue el patrón conocido. Me refiero a un empresario económicamente poderoso, que no me cabe duda que ustedes rápidamente identificarán, y que un día, en víspera de una elección pasada, cuentan que despertó una mañana, y mientras se desperezaba en su mullida cama de agua y estiraba su cuerpo rechoncho entre las sábanas, cansado, quizás, de divertirse como dirigente político y como protagonista de la farándula televisiva, de la que también es hasta hoy un asiduo personaje, pensó que sería entretenido probar suerte con un nuevo pasatiempo. Sabía que tenía cierta simpatía, que era elocuente, que tenía el dinero suficiente para despilfarrar en diversiones que, a la vez, era la miel que atraía a su entorno a una corte servil de aduladores. Es decir, sabía que tenía la plataforma y la ambición para proyectarse hacia cargos que grabaran su nombre en las páginas de la historia. Sería candidato, se propuso entre bostezo y bostezo, y como no se andaba con chicas pensó en una senaduría. ¿Porqué no? Sería la antesala a la presidencia.
- ¿Es un cuento? – preguntó Roberto.
- No, no es un cuento – respondió Jaime –, aunque eso parezca - y continuó con su relato.
- Esa misma tarde se acercó a la sede de su partido y anunció su decisión, que el oficioso grupo de zalameros que le rodeaba aplaudió con entusiasmo, frotándose las manos ante las perspectivas que se les abrían de un enriquecimiento fácil en el futuro cercano. Hubo, entonces, necesidad de desplazar al candidato de la circunscripción por la que el personaje en cuestión había resuelto postular, pero eso no fue óbice para la nueva candidatura tan democráticamente levantada. Hoy día, mis amigos, lo tenemos de nuevo a las puertas de ocupar un sillón senatorial y, con seguridad, mañana, como ayer, lo tendremos en el palacio legislativo, hablando en representación de la voluntad soberana y democrática del pueblo, proponiendo y votando proyectos de ley que favorezcan sus propios intereses y los de su camarilla adlátere.
- ¡Fiel reflejo de un sistema que en justicia, si la justicia existe, tiene que desaparecer para ser reemplazado por uno verdaderamente ecuánime! – barbotó Ricardo.
La convicción entre los presentes sobre la necesidad de una participación ciudadana más directa, no tan solo en la elección de los representantes del pueblo, sino también en la generación de los candidatos, así como el gran obstáculo que representan los partidos y sus grupos de poder en el avance hacia una real democracia, se acentuó más en la conciencia de cada uno.
Poco a poco, en la mente de Julio, se iban conformando los principios de un movimiento popular que anhelaba una nueva sociedad.
Ya había pasado la medianoche cuando el Mercedes Benz de Jaime se detuvo para dejar a Julio en las cercanías de su “sucucho”, bajo la excusa de que pasaría a comprar cigarrillos en la botillería de “emergencia” que se mantenía abierta, pero protegida de los delincuentes por un grueso enrejado, durante toda la noche. Allí se despidió de sus amigos. No quería que supieran donde vivía. Sentía vergüenza de su precaria situación.
Tania, prudentemente, aceptó el pretexto, pese a la insistencia de Jaime por acompañarlo hasta la puerta de su casa. Julio agradeció para sus adentros la delicadeza de su amiga, luego caminó las dos cuadras que lo separaban de la “pensión” que lo albergaba embargado por una extraña y justificada tristeza, que no era común que lo abatiera cuando ella, de tarde en tarde, se presentaba, y que acostumbraba a expulsarla de sus pensamientos con esa fuerza de voluntad que la experiencia había fortalecido. Aquella noche, sin embargo, se sentía solo y deprimido, y nada hizo por fijar su atención en otra cosa. No dejaba de añorar los tiempos de bonanza, que si bien es cierto nunca fueron de una tranquilidad económica excesiva, fueron tiempos sin preocupaciones, de alegría, que su propia imprevisión y una irresponsable generosidad dilapidaron, y que un sistema injusto representado por una maquinaria fiscal; que en la mente de Julio aparecía con dos caras, una, con la imagen de una sanguijuela empecinada en destruir a los más indefensos, y otra, con la de la prodigalidad protectora de los más poderosos; se empeñaba en acosarlo para impedir que renaciera.
La noche se le hizo larga, interminable, abrazado por los tentáculos de un insomnio tenso y exasperante, vencido, a ratos, por lapsos de un sueño inquieto, alterado por aterradoras pesadillas que lo despertaban en medio de la oscuridad siniestra de su habitación vacía de calor humano.
Agobiado por el peso inclemente de una legislación opresora, esclavizante e inicua, se veía arrinconado entre paredes de granito, aherrojado por cadenas, con todos los caminos custodiados por dragones vomitando fuego, salvo dos, que le ofrecían la rebelión o, como alternativa, el suicidio.
Aún no amanecía cuando decidió levantarse. Estaba avergonzado del temor y la tristeza que habían amenazado con envolverlo. Él había elegido la rebelión y no el suicidio, pero no por ello dejaba de ceder ante la nostalgia del bienestar perdido. Invadido por encontrados sentimientos sentía germinar con impotencia la rebeldía en su interior, acosado por la cercanía inexorable de la muerte. Sin embargo, no sentía temor cuando en sus sueños la parca con su hoz se le aparecía. No le temía al acto de morir. Le temía al hecho de dejar la vida sin volver a experimentar esas sensaciones que otrora le habían hecho feliz, y que el inconsciente había guardado en la profundidad de los recuerdos. La visión de un campo sembradío, por ejemplo, o el sendero sin destino, que se perdía en el horizonte, escoltado por interminables alamedas, hacían renacer en él un deseo irreprimible de experimentar nuevamente el sabor del viento y el olor a vida.
Se resistía a aceptar la lápida que se le aparecía recurrente en sus sueños y a que la vida siguiera su curso sin su presencia.
Los “capitanes”, antes que los centros de pago abrieran sus puertas, ya habían puesto en movimiento la primera fase de la operación con las instrucciones dadas a cada “legionario” presente, los que tenían que informar a sus contactos y éstos a su vez a los suyos, ampliándose la red progresivamente. Poco después de la diez de mañana los primeros “combatientes”, algunos en sillas de ruedas y otros afirmados en sus bastones, comenzaron a llegar a las oficinas de correos más cercanas a sus domicilios a cumplir con su misión. Ésta era simple: consistía en despachar, de preferencia con urgencia, dos telegramas, uno para la Raquelita, secretaria del Tesorero General de la República, y el otro a la Rosarito, secretaria del Ministro de Fomento. Ambos, naturalmente, dirigidos a las oficinas centrales de las instituciones, con textos que quedaron sujetos a la creatividad de cada “legionario”.
- ¡Felicidades, Raquelita! – decía uno firmado por Clorinda, y concluía – anoche fuiste tía,
- Rosario, todos estamos bien en casa. Saludos. Tu tía Lala – decía otro.
Había algunos más escuetos.
- ¡Todos bien! Besos, Juana – escribió una anciana, con parquedad, y un señor gordo y rubicundo se limitó a un - ¡Ahora, Rosario! – y firmó, como un supuesto y desconocido tío Anselmo.
Una extensa gama de textos, muestra inequívoca de lo fértil y variado de la imaginación, donde el único elemento común eran las destinatarias, fueron pasando por las manos de los extrañados funcionarios, cuya curiosidad no fue obstáculo para el pronto despacho de las misivas.
Cumpliendo fielmente con las instrucciones de no producir aglomeraciones en las oficinas de correos, los “combatientes” iban entrando de cinco en cinco, mientras los demás esperaban disimuladamente en la calle, confundidos entre el numeroso público de un barrio comercial, que se desplazaba en todas direcciones. El desfile duró todo el día, hasta que finalizaron los horarios de atención.
De acuerdo a las informaciones que los “capitanes” entregaron esa tarde en el cuartel general, en “Los Ladrillos”, los telegramas despachados a cada institución ascendían a una cantidad estimada en cinco mil, que hizo sonreír con gran satisfacción al “Alemán” y a su Estado Mayor reunido.
La primera parte se había cumplido conforme a lo planificado, y sin dificultades. Ahora restaba esperar lo que sucedería al día siguiente, cuando los telegramas llegaran a su destino y se diera por concluida la fase distractiva.
Los observadores adelantados, compuesto por una unidad de estudiantes universitarios, la mayoría nietos de ancianos pensionados, que el “Memo” en secreto había adiestrado por instrucciones del “Alemán”, se concentró, con las primeras horas del día jueves, en el principal paseo peatonal, en el centro de la capital, y desde allí se distribuyó a sus puestos de combate asignados, justo con el inicio de las actividades, en el Ministerio de Fomento y en la Tesorería General de la República. La tarea de éstos jóvenes consistía en acercarse, utilizando cualquier medio, hasta las oficinas de las autoridades máximas de ambas instituciones para apreciar e informar sobre las reacciones que se producirían ante la avalancha de telegramas que inundarían los despachos de las secretarias, convertidas, sin ellas saberlo, en aliadas de “Democracia Directa”.
Hábilmente capitaneados por “Pancho Jota”, o “Pancho Junior”, hijo del deslenguado y simpático dueño de “Los Ladrillos Coloniales”; joven prudente, mesurado y de características diametralmente opuestas a las de su progenitor; los observadores se ubicaron tempranamente en sus puestos, a cierta distancia, pero sin perder de vista sus objetivos: las oficinas de las secretarias de los mandamases. Con un sistema de relevos, para no ser detectados por los funcionarios, cada media hora los jóvenes se iban reemplazando e informando a “Pancho Jota” lo que habían advertido fuera de lo común.
Raquel, la secretaria del Tesorero General, era una joven de unos treinta años, alta, buena moza, que se desenvolvía ágilmente entre los teléfonos que repicaban, el fax que anunciaba la llegada de algún mensaje y los archivadores, repletos con una infinita profusión de documentos, correctamente alineados en una impresionante estantería que abarcaba un muro entero. Con una seguridad sorprendente, enfundada en un elegante traje de dos piezas; uniforme del personal femenino de alto nivel; se desplazaba por sus dominios alfombrados, entrando y saliendo de la aún más amplia y elegante oficina de su jefe, y dando órdenes a un junior impecablemente vestido con un terno oscuro y corbata roja que permanecía de pie, atento, cerca de la puerta, cual disciplinado centinela de una unidad militar.
Primero fue un café, servido en una bandeja de plata y acompañado con galletas, el que éste personaje puso sobre el escritorio de “Raquelita”, después corrió los cortinajes lo suficiente para que los rayos de un sol que emergía tímidamente entre las nubes no dieran en los ojos de su jefa. Luego, reacomodó los sillones dispuestos para los visitantes y reguló el aire acondicionado para, finalmente, retomar su puesto de centinela junto a la puerta que daba al pasillo y que permanecía abierta.
Un joven, con aspecto de un estudiante perdido en un laberinto de corredores y oficinas, se acercó hasta el guardián del principesco despacho de la “Raquelita” para preguntarle la hora en que llegaba el jefe de cobranzas.
- Está usted equivocado, joven – le respondió gentilmente el centinela –. El departamento de cobranzas está en el segundo piso.
- Pero, señor – insistió el joven, husmeando hacia el interior de la oficina –, me mandaron a hablar con el abogado.
- Le informaron mal, señor. Las oficinas de los abogados también están en el segundo piso – le explicó el junior, señalándole los ascensores con la misma gentileza y naturalidad.
Al estudiante, que ya había logrado su objetivo, no le quedó otra opción que retirarse, sin perjuicio de haber podido percatarse que sobre el escritorio de la “Raquelita” se amontonaban desordenadamente una serie de papeles que la secretaria, mientras hablaba por teléfono, iba leyendo y dejándolos uno encima del otro. Sin duda, eran los telegramas que comenzaban a llegar.
Los relevos de los observadores; dispuestos estratégicamente en los alrededores de las oficinas de los jefes máximos de ambas instituciones, en las de sus respectivas secretarias, en las oficinas de partes, en las de los departamentos jurídicos, en las puertas del acceso principal de ambos edificios y en el hall central de cada una de ellos; se iban realizando cronométricamente, conforme al sistema diseñado por “Pancho Jota”.
Las informaciones literalmente “volaban” desde el teléfono celular de “Pancho Jota” hasta el puesto de mando sito, nuevamente, en la oficina de Ricardo.
La “Raquelita”, mientras se levantaba de su asiento, dejó lentamente el auricular en su sitio y con ambas manos comenzó a leer, cada vez con mayor rapidez, los mensajes acumulados en su escritorio. Luego, se dirigió hasta las tres grandes cajas que el mensajero de la oficina de partes acababa de dejar junto al computador y hurgó en su contenido: cantidades de papeles con textos similares quedaron al descubierto.
- ¡Buenos días! – saludó el señor alto de elegante terno oscuro y una enorme y saludable barriga, mientras el centinela le recibía obsequioso el abrigo y la bufanda.
- ¡Buenos días, don Sergio! – respondió la “Raquelita”, tomando un montón de los papeles y siguiendo al Tesorero hasta su oficina.
- Algo extraño está pasando, señor – le dijo, dejando la carga de hojas sueltas sobre el escritorio de caoba esculpido en sus bordes con artísticas figuras.
- ¿A qué se refiere? – le inquirió el Tesorero, mientras se sentaba, sin mostrar mayor preocupación, en el magnífico sillón giratorio de cuero negro.
- Mire usted estos telegramas.
- ¿Qué tienen de extraño?
- El primer lugar, todos están dirigidos a mí; en segundo, no reconozco a los que firman; en tercero, sus textos son muy parecidos, casi iguales; y, en cuarto lugar, en mi oficina se amontonan cientos de ellos, y siguen llegando – terminó de sopetón, con cierta molestia.
El Tesorero dejó a un lado la displicencia y frunció el seño mientras hojeaba los mensajes. Luego tomo el citófono y digitó el anexo de la oficina de partes.
- ¡Habla el Tesorero! ¿Qué hay de unos telegramas? – preguntó, sin saludar y sin dar tiempo a que la funcionaria que tomó el auricular en el otro extremo de la línea pudiera reaccionar.
- ¡Este!... Si, señor – contestó, tartamudeando, atónita de que tan alto personaje llamara directamente, y agregó, repuesta de la sorpresa –, ya enviamos algunas cajas a la señorita Raquel y en este momento le estoy despachando unas diez cajas más.
- ¡No envíe más cajas! ¡Guárdelas y espere instrucciones! – dispuso tajante, y cortó la comunicación sin esperar respuesta. Enseguida, dirigiéndose a la “Raquelita” le ordenó que llamara al jefe jurídico y que lo comunicara con el Ministro del Interior.
Era casi cerca del mediodía cuando el Ministro encargado de la seguridad interior del país hizo pasar a su oficina, en el palacio de gobierno, al Tesorero General y al Ministro de Fomento, ya que el tema de la urgente audiencia, solicitada separadamente, coincidía en plenitud. En la antesala quedaron conversando a la espera los abogados jefes de las dos instituciones.
Después de los saludos de rigor; más efusivo entre ambos Ministros, comprometidos ideológicamente con el partido gobernante y pertenecientes a los “guatapiques”, el mismo poderoso grupo interno de poder que se había impuesto sobre las otras facciones partidarias, y más protocolar con el Tesorero que, si bien es cierto pertenecía a un partido aliado, era una herencia dejada por el gobierno anterior del mismo conglomerado político pero de camarillas internas disidentes del actual; el Ministro Soza, jefe del gabinete, con ese desagradable gesto característico en él fruto, posiblemente, de alguna anomalía nasal, que le hacía arrugar con insistencia la nariz, se explayó superficialmente, en una breve introducción, sobre generalidades políticas de actualidad que ocupaban al gobierno, como los tratados internacionales de comercio, los problemas de fronteras con los países limítrofes, la conformación de las listas de candidatos para las próximas elecciones; cuya definición el cuoteo dividía a las organizaciones partidarias; y otros que atañían a las tácticas a seguir para frenar los avances de la oposición, antes de dar paso, con mayor formalidad, al tema que inquietaba a los altos funcionarios concurrentes.
Fue el Tesorero el primero en tomar la palabra, poniendo ante los ojos del Ministro Soza una gruesa carpeta con una mínima parte de los casi idénticos cientos de telegramas que se habían estado recibiendo durante toda la mañana, y que no cesaban de llegar.
- Es indudable, Ministro, que ésta es una operación planificada, que no imagino lo que puede perseguir – manifestó, con indisimulada inquietud, restregándose nerviosamente las manos.
Soza, hojeó los mensajes, sonriendo a veces con sus textos, antes de preguntarle al Ministro Iglesias; de Fomento; por los que su secretaria había recibido.
Con igual tranquilidad que su camarada de partido Iglesias acercó los antecedentes que llevaba, y que había dejado en una esquina del ampuloso escritorio, hasta la mano extendida de Soza, que no necesitó nada más que echarle un vistazo para concordar con la opinión del Tesorero.
- Tiene usted razón – le dijo, arrugando una vez más la nariz, y continuó, dirigiéndose a los dos funcionarios –. Esto huele a algo fraguado por ese grupo de vejestorios que hace como un mes atrás crearon problemas en el Ministerio de la Previsión. ¿Lo recuerdan?
- ¿El que pedía la renta estatal para todos? – preguntó Iglesias.
- ¡El mismo! – respondió Soza, y repitió - ¡El mismo! Pero ahora los esperaremos y les daremos una bienvenida como corresponde si pretenden volver a alterar el orden público. Por de pronto dispondré que se redoble la vigilancia policial en los ministerios y en las oficinas públicas.
- No creo – dijo Iglesias – que se atrevan a crear problemas. ¿Porqué habrían de avisarnos?
- Pues eso es lo que quieren que creamos – le refutó Soza. Si han pensado hacer algo y ven presencia policial es posible que no hagan nada, y si lo intentan los disolveremos antes que se den cuenta.
Iglesias, no era partidario de una represión, y en su fuero interno pensaba que su amigo Soza estaba exagerando. Pero, bueno, no era asunto de él, además no era hombre que le gustara complicarse. Él había cumplido con informar y ya no era su problema.
Las grandes cajas enviadas a la oficina de la señorita Raquel; la reunión, a puertas cerradas, de ésta y su jefe; la nerviosa reacción de la funcionaria de la oficina de partes y sus órdenes posteriores para que las cajas quedaran ordenadas en el mismo lugar; el apresurado arribo del abogado jefe a la oficina del Tesorero y la posterior salida de ambos hacia el Ministerio del Interior, hasta donde fueron seguidos disimuladamente; fueron informaciones trasmitidas con prontitud por los observadores a “Pancho Jota” y retransmitidas por éste, al instante, al puesto de mando. Allí, el “Alemán” y su Estado Mayor pudieron formarse una opinión exacta del curso que comenzaban a tomar los acontecimientos, confirmando de paso lo que, en su opinión, hasta ese momento era predecible.
Para el “Alemán” venían ahora los movimientos tácticos, cruciales en la fase ofensiva. Desde los diferentes puntos de concentración de los tres escuadrones amagaría, con parte de cada uno de ellos, la Tesorería y el Ministerio de Fomento, para distraer la atención sobre esos objetivos que, como presumía, eran obvios para el gobierno. Luego, fingidamente, amenazaría un tercer objetivo, antes de converger con todas sus fuerzas sobre el objetivo principal, que aún mantenía en la más estricta reserva.
El día viernes amaneció anunciando desde las primeras horas un día primaveral, tal cual lo habían pronosticado los noticieros de televisión la noche precedente, lo que favorecía a los protagonistas de la movilización que estaba por comenzar. Ricardo, en su oficina, junto a Roberto y Carlos se las habían ingeniado para pasar la noche acomodados en los sillones de su despacho y en los de la sala de espera, y a las cinco de la madrugada, cuando aún el sol no despuntaba por el oriente, ya se encontraban en pie preparando café, y los sándwich con las marraquetas, el queso, el jamón y la mantequilla que Mariana había comprado en la tarde anterior.
El “Alemán”, con Cristina y René, llegaron a las cinco y media, después lo hicieron Jaime, Tania, Mariana y “Malala” y, finalmente, cerca de las seis, lo hizo Julio seguido del “Memo”. “Pancho” operaría, como responsable de la logística, desde “Los Ladrillos”.
El “Alemán” extendió sobre el escritorio el mapa de la ciudad y el resto de los presentes se arremolinó en silencio a su alrededor.
La ejecución de la fase ofensiva que estaba por comenzar era en extremo simple. Roberto dividiría su escuadrón en dos unidades y caería simultáneamente, a las nueve de la mañana, sobre el edificio del Ministerio de Fomento y sobre el de la Tesorería. Ricardo, a la misma hora, con la totalidad del suyo amagaría las oficinas del Registro Civil y, a las once, ambos iniciarían una retirada estratégica para hacer creer al “enemigo” que abandonan el terreno, convergiendo por las vías señaladas en el mapa hacia el objetivo principal. Entretanto Carlos, con el tercer escuadrón, más la unidad de observadores de “Pancho Jota” y todos los encargados de los enlaces y distribución de alimentos y volantes, iniciaría la toma, a las 11 horas y quince minutos, haciendo de punta de lanza, de las oficinas del edificio Municipal de la capital.
- ¿Es la Municipalidad, entonces, el objetivo? – preguntó Roberto, en un murmullo.
- ¡En efecto! – corroboró el “Alemán” –, y la razón es muy sencilla. La Municipalidad la gobierna la oposición y ellos esperan un ataque frontal al oficialismo. Con esta operación dejamos en claro que no estamos en contra o a favor ni de uno ni del otro, sino en contra del sistema, del que todos somos parte.
- Antes de que partamos a tomar nuestros puestos – dijo Jaime, alzando algo la voz para imponer silencio – quiero reiterarles la necesidad de evitar cualquier confrontación y cualquier acto que pueda interpretarse como alteración del orden público. Debemos limitarnos a protestar en forma silenciosa, tal cual lo hicimos en el Ministerio de la Previsión, copando los espacios mediante una avalancha humana, pero disciplinadamente. No debe quedar pasillo, oficina, ascensor, servicio higiénico, ni escalera que no se vea sepultado por una aglomeración de gente ávida por hacer sus trámites y por recabar información. Y como ya estamos en la hora de partir solamente me resta por desearles ¡buena suerte!
A partir de las ocho de la mañana la presencia policial en las calles aledañas a los edificios céntricos de gobierno era numerosa. Era evidente que las autoridades habían arbitrado una serie de medidas para evitar una nueva operación como la ocurrida en el Ministerio de la Previsión, pero también era evidente que las calles tempranamente se veían más concurridas que de costumbre. La multitud usual de trabajadores que a esas horas se dirigía apresuradamente a sus lugares de trabajo veía entorpecido sus desplazamientos por una nutrida muchedumbre de ancianos, escoltados por dueñas de casa y por jóvenes estudiantes, que abarrotaban las veredas y las amplias calzadas de los paseos peatonales, al paso apoltronado de los que avanzan, con seguridad y sin premura, hacia metas definidas.
La autoridad, por los informes suministrados por la policía, comenzaba a apreciar los primeros síntomas de la movilización anunciada, pero nada podían hacer por el momento. Las calles no podían ser cerradas al tránsito peatonal, y su paso por ellas tampoco podía ser discriminado. Sólo le restaba continuar a la espera de los acontecimientos.
Cerca de las ocho y media de la mañana todos los escaños, de la plaza principal y de los paseos concéntricos al barrio cívico, estaban ocupados por hombres y mujeres maduros que conversaban animadamente disfrutando del sol que había emergido en plenitud, y de un café y un sándwich que retiraban de los numerosos carritos ambulantes que circulaban en todas direcciones, después de intercambiar algunas palabras con los vendedores.
A esa misma hora Roberto daba la orden de avanzar hacia los objetivos secundarios, hasta situarse en sus alrededores. Y a las nueve en punto, cuando las puertas del Ministerio de Fomento y de la Tesorería se abrieron, filas interminables de jóvenes, entremezclados con adultos y adultos mayores, se formaron frente a las oficinas de atención a público mientras otros, los más ancianos, se dedicaban a pasear en los ascensores.
A simple vista la situación era distinta a la ocurrida en el Ministerio de la Previsión. En aquella ocasión la masa humana que invadió el recinto gubernamental estaba, casi en su totalidad, compuesta por personas de avanzada edad, fácilmente identificables. Ahora, en cambio, el gentío era heterogéneo y no era posible segregar.
En las oficinas del Registro Civil la situación no era distinta, pero los jefes del servicio, alertados con anterioridad de las posibilidades que hubiese un incremento de público, habían dispuesto, acertadamente, un singular sistema de atención para ese día. Las puertas no fueron abiertas, aduciendo fallas en los equipos, limitando la atención a los casos especiales y con un número que era distribuido después de escuchar la demanda y calificar su urgencia. Ricardo, acorde con su carácter, estaba indignado con el imprevisto, pero debió ceder ante el razonamiento de “Rose Mary”, una de sus “capitanes”.
- ¿El objetivo no era, acaso, dificultar la atención? Pues bien, lo hemos conseguido – le dijo.
Ante la evidencia Ricardo terminó por aceptar la situación y dedicó su atención a preparar, con más minuciosidad, el ataque contra la Municipalidad.
En tanto el Ministro Soza seguía siendo informado detalladamente de lo que iba sucediendo. Aunque la excesiva presencia de público en el Registro Civil no lo extrañó, aprobó las medidas tomadas por su Director y, cuando se disponía a tomar medidas similares en el Ministerio de Fomento y en la Tesorería, recibió la noticia que la gente comenzaba a retirarse en completo orden y que ninguna dependencia había sido “empapelada” con volantes subversivos.
- Parece que los “viejujos” se cansaron – le comentó al Subsecretario García del Pino que estaba a su lado, mientras arriscaba la nariz y se dejaba caer en su sillón ministerial.
- ¿No cree que es muy temprano para cantar victoria, Ministro?
- ¿Y qué más pueden hacer, Isidoro? – le respondió Soza al Subsecretario, llamándolo por su nombre de pila.
- ...
- Ahora regresarán a sus casas. No habrá declaración y todo volverá a la normalidad – concluyó el Ministro, con seguridad.
Tal como había sido planificado, después de iniciar el abandono de los edificios gubernamentales amagados, las “tropas” se dirigieron calmadamente hacia las vías que debían utilizar para aproximarse hacia la plaza principal. Como los puntos de partida; en el este, sur y oeste; para iniciar el avance hacia la Municipalidad habían sido fijados fuera del perímetro céntrico, a la policía les dio la sensación que los “revoltosos” abandonaban definitivamente, y frustrados, el teatro de operaciones. Bajaron, entonces, la guardia y los jefes comenzaron a retirar el personal que había salido a la calle como refuerzo.
- ¡La situación está controlada, señor Ministro! – informó telefónicamente el jefe policial a la autoridad política.
- ¿Cómo está el centro, Coronel? – preguntó Soza.
- ¡Despejado, señor Ministro! ¡Todo vuelve a la normalidad!
En el palacio de gobierno el Ministro Soza se acomodó satisfecho en su pomposo sillón y no dejó de felicitarse por las acertadas medidas preventivas que había tomado. No olvidaría recordárselo al Subsecretario García del Pino y de hacérselo ver en su informe a su jefe, el Presidente Lagunas de Escobedo. Era un punto a su favor para la secreta esperanza que tenía de ser postulado por el gobierno a ese cargo internacional en las Naciones Unidas, de un nivel de mucha mayor importancia que la de un simple Ministro de un país pequeño.
Efectivamente, tal como lo informara el jefe policial, en el centro del barrio cívico se apreciaba una disminución considerable de las aglomeraciones, sin que se hubiera producido ningún incidente que mereciera ser mencionado.
Pero la realidad distaba mucho de las apariencias que habían devuelto la tranquilidad a las autoridades.
El plan estratégico del “Alemán” continuaba cumpliéndose cabalmente gracias a la disciplinada conducta de sus fuerzas. Mientras las 11,15 horas los “combatientes” del escuadrón al mando de Carlos; que habían iniciado quince minutos antes la ofensiva final, avanzando desde la zona este; comenzaban a ingresar a las oficinas municipales, sin llamar mayormente la atención de sus funcionarios, los escuadrones de Ricardo y de Roberto iniciaban el avance desde el sur y desde el oeste para llegar oportunamente a reemplazar a la primera fuerza comprometida.
En la plaza principal; que normalmente a esas horas cercanas al mediodía mostraba sus llamativos atractivos a los numerosos grupos de visitantes extranjeros que circulaban en la zona conducidos por avezados guías, en sus giras urbanas programadas por las empresas de turismo; nada hacía predecir a la población habitual los acontecimientos que estaban prontos a desencadenarse, rompiendo con el normal desarrollo de sus usuales actividades comerciales, artísticas, religiosas y costumbristas, producto de una larga herencia del criollismo nacional.
Los pintores exponían sus trabajos al aire libre, mientras aprovechaban el tiempo traspasando las imágenes de sus clientes a los lienzos desplegados en sus atriles. Los retratistas a lápiz de carbón, hacían lo mismo para ganarse algún dinero, y los fotógrafos callejeros, con sus antiguas máquinas de cajón, captaban a los visitantes de regiones interesados en grabar su efímero paso por la capital y tener un testimonio que llevar de regreso a sus provincianas y remotas tierras campesinas.
En aquella plaza se concentraban los fantasmas de los personajes que fueron protagonistas de los hechos históricos más relevantes del país que, en aquel día, estaban prontos a ser testigos de un hecho trascendente que remarcaría el inicio de un cambio profundo en la sociedad.
Pese a sus numerosas transformaciones la plaza no había sufrido desplazamiento alguno desde su área original. Allí, en su centro, donde hoy levanta su estructura una pileta en homenaje a un prócer continental, se llevó a cabo, hacía más de 450 años, la ceremonia de fundación de la ciudad y del nuevo reino. Allí, también, se erigió el lugar de ejecución de los condenados, y en ese mismo terreno, sepultado por sucesivas capas de cemento, se gestaron y se produjeron hechos trascendentales que fueron moldeando la historia del país.
Los espacios abiertos y los numerosos escaños emplazados en su contorno y en el entramado de senderos que la cruzan por su centro, habitualmente ocupados por un gentío itinerante, estaban a media mañana copados por una muchedumbre que había espantado a las bandadas de palomas y cuya afluencia había tornado a la plaza intransitable, ante la extrañeza de sus frecuentes visitantes.
La primera unidad, de las dos en que Carlos había dividido sus “tropas”, comenzó a ingresar disimuladamente al edificio municipal en pequeños grupos por las entradas secundarias que dan a una calle lateral y a la trasera, y por donde se accede a las oficinas de atención a público, nunca concurridas en demasía.
- ¿Formularios para solicitar patente?
- ¿Dónde se paga el retiro de basura?
- ¿En que oficina se pagan las multas?
- ¿Qué debo hacer para inscribirme como cesante?
- ¿En qué piso está la oficina del Secretario Municipal?
- ¿Qué debo hacer para pedir una audiencia con el señor Alcalde?
- ¿Dónde me pueden recibir ésta carta?
- ¿Atienden los días sábados?
- ¿Cuándo vencen los permisos de circulación?
- ¿La oficina de inspectores, por favor?
- ¿Me presta un lápiz?
- ¿Aquí debo poner mi apellido de soltera o de casada?
Eran algunas de las preguntas con las que se comenzaban a atosigar a los funcionarios, mientras los teléfonos empezaban a repiquetear insistentemente activados por las llamadas que, a esa misma hora, hacía un piquete de jóvenes del equipo de “Pancho Jota” desde establecimientos comerciales situados en los alrededores, contribuyendo a aumentar la confusión que amenazaba con generalizarse ante las demandas de la creciente aglomeración de público.
Los guardias, convocados para ayudar a ordenar al gentío ante el inusual aumento de público, abandonaron por algunos instantes la custodia de la entrada principal sin imaginar que ese sería el momento que aprovecharía Carlos para ingresar en tropel, con la segunda unidad de sus fuerzas, por sus amplias escalinatas, y diseminarse por los corredores y salas interiores, rompiendo con el solemne silencio del colonial palacio consistorial.
Cuando los guardias, requeridos ahora por la oficina de portería, regresaron apresuradamente y quisieron cerrar las puertas de la corporación, ya era demasiado tarde. Mientras unos trataban de desalojar las escaleras, ya invadidas por ancianos que simulando un cansancio mayor al que sentían se sentaban en los escalones, otros, que trataban de impedir el ingreso de la muchedumbre ya reforzada por las “tropas” del escuadrón de Roberto que se había hecho presente en el lugar, eran rodeados y bombardeados por preguntas inentendibles en medio de un vocinglerío multitudinario, hasta ser aislados e inmovilizados.
- ¿Ministro?
- ¡Él habla! – contestó Soza con displicencia, sosteniendo el auricular entre la clavícula y la barbilla.
- ¡Habla el Alcalde, Ministro!
- ¡Dígame, señor! ¿Qué puedo hacer por usted?
- ¡La Municipalidad ha sido tomada, señor Ministro!
- ¡Quéeeeee....!
Tal como el “Alemán” lo había previsto los carros policiales, con sus bocinas funcionando y sirenas ululantes, hicieron su aparición por todos los accesos a la plaza y en una rápida operación cercaron el lugar, cerraron las entradas y comenzaron el desalojo de los visitantes habituales. El “Alemán” ordenó, entonces, que el escuadrón de Ricardo; que esperaba para reemplazar al de Carlos; ingresara, también, al palacio municipal, antes que la policía bloqueara sus entradas, y que Carlos y Roberto con su gente se mantuvieran en el interior.
La orden, sin embargo, llegó algo tardía pues el cordón policial se mantuvo fuerte en su puesto rechazando las embestidas de la multitud. Allí cayeron a tierra los primeros ancianos, comprimidos entre la férrea muralla uniformada y la presión de los que pugnaban desde atrás.
El “Alemán” resolvió, entonces, comprometerse con su Estado Mayor en la batalla y dispuso que Julio, secundado por el “Memo”, se hiciera cargo de la plaza, y él con Jaime ingresaran al edificio por un pasillo subterráneo que había descubierto cuando inspeccionó el terreno que une, desde la época colonial, la sede del gobierno comunal con la construcción aledaña.
En la plaza Julio se encontró con Tania, “Malala” y Cristina, que resolvieron quedarse para auxiliar a los caídos. Entre tanto, tres carros policiales lanza agua estratégicamente ubicados dirigían sus potentes chorros hacia la multitud para disolver lo que a sus ojos era una manifestación y no una simple afluencia excesiva de público.
Los ancianos, agitando los puños en alto, lanzaban enfervorizadas consignas de protesta por el atropello, pero sin responder con violencia a la violencia represora, protegidos tras los gruesos troncos de árboles añosos, al amparo de los monumentos a dignatarios de un otrora ya lejano que observaban ceñudos desde sus pedestales el luctuoso espectáculo, o acurrucados detrás de los escaños.
En el interior del palacio el “Alemán”, con la aprobación de Jaime, impidió que el Alcalde con los Concejales, funcionarios y guardias municipales hicieran abandono del edificio, tras convencerlos de que no había ninguna “toma” de por medio, y que las puertas a la calle habían sido cerradas para impedir el ingreso policial y una violencia innecesaria, como se estaba dando en la plaza, que pudiera derivar en hechos que lamentar no deseados.
Con el palacio imprevistamente ocupado, y de hecho tomado en respuesta a la violenta reacción represiva de la autoridad, el escenario cambió abruptamente, situación extrema que los tres máximos dirigentes; Jaime, Julio y el “Alemán”; también, aunque remotamente, habían considerado.
En su oficina, el Ministro Soza, rodeado de obsecuentes funcionarios que entraban y salían llevando y trayendo informaciones, impartía instrucciones perentorias a los jefes policiales que había convocado, en orden a proceder con la máxima energía con los que él llamaba revoltosos. El tic de arriscar la nariz se le había acentuado, señal inequívoca, para quienes lo conocían, del enojo que lo invadía. Se sentía burlado, y esa sensación se traducía en los gruesos epítetos que utilizaba para agredir verbalmente a sus subalternos, a los que acusaba de incompetencia.
- ¡Callen, ese teléfono! – gritó Soza fuera sí, ante el constante repiquetear del aparato.
- Es para usted, Ministro. De la Municipalidad – lo alertó el Subsecretario García del Pino, con el auricular en la mano.
- ...
- De la Municipalidad – repitió.
- ¡Démelo! – le ordenó Soza, pidiéndole el auricular ante el inesperado llamado.
- ¡Habla el Ministro! – bramó por el fono.
- Ministro, habla usted con el Presidente de “Democracia Directa” – respondió Jaime, con voz pausada y tranquila, en el otro extremo de la línea.
- ¡Mire, usted señor, cualquier conversación solamente es posible cuando abandonen el edificio! ¡Si no lo hacen en treinta minutos serán desalojados por la fuerza!
- ¡Guarde la compostura, Ministro! – contestó Jaime, sin alterarse. Él sabía por experiencia que la calma es la mejor consejera en los momentos más difíciles.
- ¡Se lo repito! – insistió Soza interrumpiéndolo - ¡Treinta minutos! – y colgó.
En la antesala, entretanto, se había congregado un número considerable de periodistas a la espera de un comunicado oficial que difundir.
En la alcaldía el “Alemán” y Jaime se miraron y sonrieron. Jaime dejó el auricular y el “Alemán” acercó el radiotransmisor a su boca y ordenó:
- ¡“Memo”! ¡Procedan!
- ¡Comprendido! - respondió el “Memo”, e inmediatamente se puso en comunicación por telefonía celular con “Pancho Jota” trasmitiéndola la orden de proceder a distribuir a los medios de prensa, con su equipo de observadores, la declaración preparada para la eventualidad de que fueran aislados.
En la plaza, entretanto, Julio ordenó la retirada e hizo circular la voz de concentrarse en los alrededores cercanos a la plazoleta que precede al palacio de gobierno, donde funciona el Ministerio del Interior.
En pocos minutos la plaza principal quedó despejada, y en tenso silencio por algunos momentos, hasta que las fuerzas policiales ordenadamente tomaron posesión del área y estrecharon el cerco sobre el palacio consistorial.
La orden del Ministro Soza había sido perentoria: despejar la plaza y desalojar el edificio municipal por la fuerza si finalizado el plazo de treinta minutos este aún se mantenía tomado.
Faltaban solamente cinco minutos para que se cumpliera el plazo dado por la autoridad. Jaime y el “Alemán” comprendieron que era necesario ganar tiempo a la espera que la declaración entregada a los medios saliera al aire.
- ¡Parlamentemos! – dijo el “Alemán” - ¡Pidamos ciertas garantías para abandonar el edificio!
Jaime pareció reflexionar. Una masa de hombres y mujeres, la mayoría ancianos, y algunos de avanzada edad, los rodeaban anhelantes.
- ¡De acuerdo! – respondió.
No hubo tardanza en establecer comunicación con el jefe de las fuerzas policiales, quien no demoró en hacerse presente con su ayudante e ingresar al edificio, hasta el hall central colmado, donde Jaime y el “Alemán” le esperaban.
- Como usted Coronel habrá podido comprobar, aquí no hay armas – dijo Jaime –, ni existe intención alguna de utilizar la violencia. Nuestra manifestación es para llamar la atención de las autoridades. No entendemos la razón para que se haya actuado con tanta rudeza, más aún cuando no hemos violado ninguna ley.
- Se tomaron el edificio, señor – afirmó el Coronel.
- No nos hemos tomado el edificio – respondió sentenciosamente Jaime -. Nos hemos protegido en él.
- Deben abandonarlo de inmediato.
- Eso pretendemos, Coronel, pero necesitamos que nos garantice que la integridad de todas estas personas de avanzada edad será respetada.
- No tienen nada que temer de la policía uniformada, señor.
- No tememos, Coronel, pero queremos protección y garantías.
El diálogo fue de pronto interrumpido por el elevado volumen de una radio portátil que anunciaba un extra desde el lugar mismo en que el movimiento “Democracia Directa” se encontraba atrincherado.
Todos callaron.
- Hemos recibido una declaración del movimiento “Democracia Directa” – comenzó diciendo el locutor – que textualmente dice:
Frente al silencio deliberado de las autoridades ante nuestras peticiones, planteadas cuando nos concentramos hace unas semanas en el Ministerio de la Previsión para hacerlas públicas, declaramos:
1º Que habiendo resuelto concentrarnos por segunda vez en la plaza principal, en el frontis de la Ilustre Municipalidad, para reiterarlas y ampliarlas, hemos sido reprimidos injustamente y con una brusquedad que no se condice con nuestro pacífico llamado de atención, al extremo de tener que buscar protección en el edificio consistorial.
2º) Que no hemos violado disposición legal alguna.
3º) Que el derecho constitucional que nos asiste de circular y reunirnos libre y espontáneamente ha sido flagrantemente transgredido por la autoridad.
4º) Que el derecho a petición, consagrado en nuestra Carta Fundamental, ha sido ignorado por quienes tienen la obligación de protegerlo y de hacerlo respetar.
5º) Que reiteramos nuestra decisión inquebrantable de reclamar por nuestros derechos conculcados.
6º) Que reivindicamos, una vez más, el derecho a gozar de una renta estatal garantizada que permita a todo ciudadano vivir con dignidad y con un mínimo decoro.
7º) Que denunciamos la incapacidad de la autoridad política para frenar la creciente delincuencia.
8º) Que, a nuestra justificada exigencia de acabar con la corrupción, la autoridad y los entes políticos han respondido con un silencio protector que avala las conductas de los ofensores de la fe pública llegando, en algunos casos, a justificar lo injustificable. Y
9º) Que reclamamos de las autoridades políticas el compromiso de someter a estudio una reforma constitucional que contemple una participación directa de la ciudadanía, sin intermediarios, en las grandes decisiones nacionales y en la selección de candidatos a cargos de elección popular, y que abrogue la facultad excluyente de las cúpulas políticas partidarias para elegir candidatos sin la aprobación de sus bases militantes;
Firman: Jaime Mendoza Páez, presidente, Mariana Dupré Labastide, secretaria y Roberto Barros Barrientos, tesorero.
- Ahora, Coronel – prosiguió Jaime, retomando la palabra –, procederemos a retirarnos bajo su protección y la de sus fuerzas.
El Coronel saludó ceremoniosamente y le cedió el paso, mientras el “Alemán” hacía correr la voz para que todos salieran por la puerta principal del palacio municipal.
Julio, entretanto, no había logrado llegar hasta la plazoleta del Ministerio de Interior, ya que todas las calles que accedían al lugar habían sido cerradas y el público y la locomoción desviada por las vías adyacentes. Dentro de lo posible dispuso, entonces, que las huestes abandonaran el teatro de operaciones y él, Ricardo, el “Memo” y “Malala”, se dirigieron al servicio asistencial de salud hasta donde habían sido conducidos los heridos y donde Tania y Cristina les esperaban.
Sin que se lo hubiesen propuesto el centro de urgencia de primeros auxilios se transformó en un nuevo lugar de concentración, ya que hasta él llegó el resto de la directiva de “Democracia Directa” y una multitud de personas de todas las edades que concurrieron a interiorizarse del estado de los que habían sufrido los efectos de la acción represiva en la plaza principal, cuyos nombres habían sido ampliamente divulgados por los despachos en directo de la prensa hablada.
Jaime fue informado por Julio, en medio de un bosque de micrófonos que los rodeaban, que dieciocho eran los lesionados, aunque ninguno de consideración, siendo el caso más grave el de una señora jubilada de 82 años que se había fracturado la cadera al ser derribada por el chorro lanzado por uno de los carros lanza agua de la policía, y que debió ser hospitalizada.
- ¿Qué nos puede decir sobre lo ocurrido? – interrogó un periodista a Jaime, imponiéndose por sobre la avalancha de preguntas de sus colegas de la prensa.
- Que lamentamos la desproporcionada reacción represiva del gobierno, que no ha hecho otra cosa que confirmar la razón que tenemos en nuestras peticiones. Quiénes carecen de argumentos recurren a la violencia. Nosotros, como ya lo hemos dicho, no responderemos con violencia, pero seguiremos protestando silenciosa y pacíficamente hasta que nuestras demandas sean escuchadas.
- ¿A qué se debió la protesta de hoy, don Jaime? – preguntó la que pareció ser la supuesta estudiante de periodismo que había mencionado Mariana.
- Se debió, primero, para recordarle a las autoridades que no hemos recibido respuesta a nuestras peticiones planteadas en nuestro primer comunicado y, segundo, para hacerle ver al país, a sus representantes políticos y al gobierno que nuestra movilización es permanente y que nuestras demandas son serias.
- ¿Cuándo será la próxima protesta? – inquirió un joven espigado y desgreñado que, por las siglas del micrófono que puso delante de Jaime, representaba a una conocida radioemisora oficialista.
- Esperamos que una nueva protesta no ocurra y que las autoridades y las oligarquías políticas recapaciten y nos escuchen.
- ¿Y si no lo hacen? – volvió a preguntar el mismo joven.
- Como primera medida recomendaremos no concurrir a las urnas en las próximas elecciones.
- ¿Y como segunda?
- No pagar las multas que se nos cursen por no votar.
- ¿Desobediencia civil?
- ¡Si, señor! ¡Desobediencia civil!
- ¿Qué pasará con los heridos, presidente? – volvió a preguntar la supuesta estudiante.
- Los escoltaremos hasta sus domicilios, nos preocuparemos de su recuperación y nos haremos cargo de nuestra amiga hospitalizada.
La imprevista conferencia pudo haberse extendido latamente si no hubiera sido por el repentino incremento de la presencia policial alertada por el “Memo”, frente a lo cual Jaime estimó que había sido suficiente y que no era conveniente agravar la situación hasta un límite que hiciera imposible el diálogo, y optó por disponer la retirada.
- Existe abundante material para que los medios hablen de nosotros – le comentó discretamente a Julio.
Así fue en realidad. Esa noche todos los noticieros, al igual que lo hizo la prensa escrita al día siguiente, se abocó a comentar la movilización, las peticiones y los incidentes protagonizados por “Democracia Directa” ese día.
Nuevamente, y ahora comentado con mayor seriedad, el movimiento estaba en la primera plana de la noticia. Los políticos y las autoridades ya no podían eludir por más tiempo el tema.
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Continuará.Hacía frío y no cesaba de llover. Julio tenía los pies mojados y una dureza en la planta del izquierdo que le molestaba sobremanera caminar. Aunque la distancia con el “sucucho” era de pocas cuadras, las que normalmente recorría caminando entre cigarrillo y cigarrillo, entretenido mirando los escaparates de las tiendas, sentía, en aquella ocasión, deseos de llegar pronto. Se cobijó bajo el dintel de una antigua casa esquina, lo suficientemente amplia para guarecer de la lluvia a varios peatones que esperaban locomoción. El agua, que cubría la calzada hasta el nivel mismo de las veredas, corría como un verdadero río, mientras su caudal seguía creciendo favorecido por uno de los tantos males nunca solucionados de los inviernos; los desagües tapados. Otro de los males, el de los semáforos, que junto con las primeras gotas que se dejaban caer dejaban de funcionar produciendo un caos en el tránsito, daba origen en las esquinas a un concierto de bocinazos entre los conductores que, por este medio, trataban de imponerse sobre esa verdadera ley de la selva, donde solamente los más agresivos se aventuraban y conseguían avanzar. Pero aquel atardecer, en aquella esquina poco concurrida, el tránsito era expedito.
Una camioneta moderna, con tracción en sus cuatro ruedas “patonas”, pasó rauda levantando una cortina de agua que empapó a Julio, a una señora que abrazaba protectora a un “chiquillo” y a varios transeúntes cuyas protestas se las tragó el aguacero. Tras la prepotente camioneta se detuvo el esperado microbús. Si no se hubiera detenido a mitad de la cuadra y hubiese llegado unos segundos antes, se habría evitado el vejatorio “chaparrón”.
Mientras Julio pagaba el pasaje escuchó una voz a sus espaldas que le pedía permiso al conductor para vender su mercancía. El conductor asintió con un gesto apenas perceptible.
- ¡Maní! ¡Maní! ¡Cien pesitos la bolsita! ¡Sólo cien pesitos! – ofrecía el vendedor ambulante en un canasto cubierto con una pañoleta. Nadie compró. El vendedor recorrió dos veces el pasillo y tras agradecer al conductor, descendió. Inmediatamente, antes que el microbús reiniciara su marcha, subió otro vendedor. Este ofrecía chicles y “gomitas” de eucalipto para la tos y el resfrío, productos de temporada que en el verano serían reemplazados por los helados y enanas bebidas individuales. Al segundo vendedor le siguió, en el paradero siguiente, un tercero, ofreciendo “parches curita” y una pomada milagrosa “quita callos”, que Julio por un momento pensó en comprar para tratarse la dureza en el pie izquierdo, y antes que éste descendiera, como si concertadamente se cerrara una tanda comercial, subieron dos “raperos” mal agestados, llenos de aros y tatuajes y vestidos a la usanza norteamericana de los barrios bajos de Manhattan, que regalaron a los pasajeros con dos composiciones “progresistas” ideadas en alguna cloaca nauseabunda para después pedir una colaboración voluntaria, bajo una mirada feroz que encerraba una amenaza al que no contribuía en beneficio de la difusión del “arte”. Los sui generis artistas fueron reemplazados en el pasillo del microbús, convertido en “escenario”, por otro dúo, un guitarrista y un cantante, innegablemente de cierta jerarquía, que interpretaron dos hermosas canciones del folclor nacional que el pasaje, resignado y forzado espectador, procuró recompensar con una cierta generosidad limitada por sus medios. Luego vino una nueva tanda comercial ofreciendo productos a un mínimo precio gracias, según el elocuente vendedor, a que era una oferta de propaganda. Lápices, textos estudiantiles, láminas, naipes, analgésicos, pulseras artesanales, anillos, trabas para el pelo y un “cuantuay” se sucedieron ininterrumpidamente en el curso del recorrido de dos kilómetros, antes de que Julio llegara al paradero de su destino.
Cuando se preparaba para descender acertó a subir al microbús un nuevo personaje destinado a despertar la solidaridad tan arraigada en el alma popular. Julio decidió continuar el trayecto para no perderse la nueva fase del espectáculo. Fue una mujer de una palidez intensa, pobremente vestida y con un niño pequeño en sus brazos, que comenzó a recitar, con voz monótona y apenas entendible, como si se tratara del argumento de una teleserie y ya la hubiese repetido miles de veces, la tragedia de su vida. Nunca podremos saber si era verdad lo que decía o un método fraudulento para enternecer el corazón de los pasajeros. Siguiendo con el capítulo de la solidaridad, después de un par de cuadras de intermedio, le tocó subir a un lisiado, rompiendo el interludio mercantil. Afirmado en una muleta exhibía una serie de papeles; médicos según él y que nadie, como es natural, comprobaría; que certificaban su irrecuperable invalidez, a la que seguía una perorata que en síntesis reclamaba una ayuda para mantener a su desamparada familia.
Cuando la secuencia hacía suponer el fin o una repetición del espectáculo, un nuevo protagonista apareció en escena. Vestido con una tenida multicolor excesivamente ancha y adornada con una profusión de lunares; con el rostro artesanalmente maquillado y una desproporcionada sonrisa dibujaba; hizo su entrada triunfal un criollo payaso callejero, mezcla “chasquilla” de actor, bufón, mimo e histrión, que con un grotesco, insolente y grosero parlamento, que pretendía ser humorístico, trataba de hacer reír a unos a costa de otros. Julio decidió, entonces, que era suficiente, y resolvió descender, pensando que lo más probable era que aquella escenificación de la realidad fuera la fuente de inspiración de los genios de nuestra televisión.
Nunca había puesto una especial atención en los personajes habituales que caracterizan un recorrido en microbús, ni en aquellos que copan los espacios públicos, y tampoco se había detenido a razonar sobre su existencia, pero era claro que su presencia era un índice de mayor credibilidad que aquellos que arrojan las frías; y a veces amañadas; encuestas estadísticas sobre el incremento o disminución de los males que agobian a una sociedad.
A la actuación de los personajes que en aquella ocasión le tocó a Julio presenciar se sumaban una enorme variedad de otros, con matices diferentes pero derivados de los mismos. Los productos ofrecidos, por ejemplo, por los vendedores clandestinos; la fauna marginal más numerosa de ésta selva de cemento; es de una variedad inimaginable. A ellos les siguen en cantidad los cantantes, desde el solitario intérprete, sin apoyo instrumental ni escénico, hasta el conjunto que exhibe un soporte electrónico y un recaudador de las contribuciones. Después vienen las historias que buscan romper el corazón desde donde surja el caudal de una generosa ayuda. Es el área dramática que pone en juego toda una coreografía que respalda los relatos de accidentes imprevistos, de enfermedades incurables, de delincuentes rehabilitados, del desamparo de cesantes y de un sin fin de argumentos nacidos de una prolífica imaginación o de una cruda realidad que el espectador no puede llegar a distinguir. Pero no todo es drama, aunque es este el género que reporta los mejores beneficios, pues hay también quienes pretenden hacer reír, aunque generalmente nunca alcanzan su objetivo, logrando, a lo más, arrancar una que otra sonrisa surgida del ridículo de rutinas lastimosas basadas en la grosería o en el controversial doble sentido.
Para Julio ésta era solamente parte de una realidad social mucho más dramática que ellos, constituidos en “Democracia Directa”, se proponían abordar.
Los malabaristas callejeros y su contraparte, las estatuas humanas; la mendicidad, expuesta con mayor crudeza en los frontis de los templos religiosos de la solidaridad, bajo los puentes que cruzan el río que divide a la ciudad, a la luz intermitente de los semáforos y en los servicios de urgencia de primeros auxilios, convertidos en hospederías para indigentes; la profusión de vendedores ambulantes, ofreciendo productos ilegales, que copan los paseos y grandes avenidas con mayor afluencia de público; la gama de delincuentes de todas edades y raleas a la caza de incautos y de distraídos transeúntes; la prostitución infantil, la adulta y la homosexual; y, el alcoholismo y la abierta drogadicción, venían a completar el cuadro desolador de una sociedad incapaz de poner coto a los excesos a través de un sistema claramente inoperante y de una autoridad desbordada en su misión y en su capacidad.
El Presidente había dicho que su mayor deseo era que durante su gobierno se lograra cambiarle el rostro a la capital, y canalizó todos sus esfuerzos hacia ese objetivo. Se construyeron modernas carreteras, se acicalaron avenidas, se extendieron las líneas del ferrocarril metropolitano, se pavimentaron calles, se crearon nuevos paseos peatonales, se diseñaron jardines, se modernizó la locomoción pública, se maquillaron las fachadas de los edificios gubernamentales, se emprendieron grandiosas obras subterráneas, se reforestaron parques y cerros, se levantaron estatuas y se llevaron a la práctica otros proyectos orientados hacia el mismo fin que demandaron grandes inversiones, sin considerar que el hermoseamiento debía comenzar por embellecer el alma de la nación.
La renta estatal era, sin lugar a duda, la solución que erradicaría la mendicidad en todas sus formas de expresión, disminuiría radicalmente la delincuencia callejera, dignificaría al ser humano y, a la par, se transformaría en una nueva fuente que alimentaría la producción y el desarrollo.
Tras su impensado paseo en el microbús Julio quedó aún más convencido de los justificados, necesarios y revolucionarios cambios que se proponían llevar a cabo y que el sistema urgentemente requería.
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Cap. X: LA SEGUNDA PROTESTA.
Los días, transformados en semanas, habían diluido los efectos de la movilización; o huelga de jubilados; que se llevó a cabo en el Ministerio de la Previsión. Los noticieros ya no mencionaban la protesta. El gobierno y el oficialismo habían ignorado las demandas y los políticos en general habían dejado que el incidente se fuera sumiendo en el olvido, sin profundizar en un tema que consideraban con aristas demasiado conflictivas y comprometedoras.
Todo parecía haber vuelto a esa aparente normalidad con tan singulares características. Los políticos, especialmente los impenitentes cazadores de imagen, se refocilaban en los sillones ante las cámaras de los estudios de televisión, sin importarles, como es natural de suponer, la calidad del programa, o posaban, exhibiendo su mejor sonrisa, ante cualquier lente gráfico que se pusiera por delante.
Los encabezados de las noticias habían vuelto a ser los mismos: asaltos, escándalos, corrupción, descalificaciones, acusaciones, desmentidos y la permanente preocupación por las candidaturas del evento electoral más cercano, asunto éste que ocupaba el mayor tiempo en las agendas políticas de los grupos fácticos de poder de todos los partidos y, globalmente, las de la oposición y del gobierno. En esa época, previa a una elección, los problemas de la gente, por graves que fueran, descendían, de un segundo o tercer lugar en importancia, al último, en la precedencia de los representantes del pueblo
La plebe, a su vez, tras su explosiva y aislada incursión, había regresado a su habitual silencio, apatía y sumisión.
La estrategia, diseñada por el “Alemán”, consideraba este intervalo como previsible y por eso fue que se opuso a una segunda protesta, inmediata a la primera. Si así hubiera sucedido, como era la opinión de la mayoría, hubiese permitido que los defensores del sistema iniciaran una contraofensiva, que por la disponibilidad de medios, podía ser devastadora para “Democracia Directa”.
– No deben olvidar – decía – que ésta es una guerra de chico a grande. Hay que devolverle la tranquilidad y la confianza al enemigo para que relaje sus defensas antes de asestarle el segundo golpe, que sea tan demoledor que les resulte catastrófico, ojalá irrecuperable.
El objetivo, mantenido en secreto, ya lo tenía definido el “Alemán”. La primera movilización le había permitido apreciar las debilidades y fortalezas de ambas fuerzas y la capacidad de reacción del enemigo, y con esos antecedentes básicos se había abocado a la planificación minuciosa de la segunda gran batalla.
La Comisión Política y los “capitanes” de las legiones habían sido convocados al “cuartel general”, en los “Ladrillos”, para una tarde de domingo, dos semanas antes a las fechas tentativas que se barajaban para la ofensiva, cuyo día definitivo se daría a conocer en el último minuto posible para que cada uno, contando con el tiempo mínimo necesario, a objeto de evitar posibles filtraciones, pudiera movilizar a sus respectivas “huestes”, que en esta ocasión debían procurar incrementar con familiares y amigos para hacer de la protesta una multitudinaria manifestación, heterogénea y universal, con la presencia de jóvenes estudiantes, trabajadores, dueñas de casa y, en último termino, ancianos jubilados.
El plan constaba de tres fases, la distractiva, la ofensiva y la retirada, y para su ejecución se disponía de una fuerza consistente en diez legiones, una por cada centro de pago, distribuidas en tres “escuadrones” de acuerdo a su ubicación geográfica.
Con el plano de la capital extendido en una de las murallas del comedor privado de “Los Ladrillos”, el “Alemán” fue explicando el desarrollo de la operación, la organización de las fuerzas, las responsabilidades de cada “capitán”; y de Ricardo, Carlos y Roberto, como jefes de los “escuadrones”; los horarios, el sistema de enlaces y de señales y hasta los más mínimos detalles, sin dejar nada a la improvisación, haciendo reiteradamente hincapié, una y otra vez, en la necesidad de ajustarse a las instrucciones y de actuar disciplinadamente y con celeridad para aprovechar al máximo el factor sorpresa.
Cada miembro de la Comisión Política y cada “capitán” tenían sus misiones claras y bien especificadas.
Al “Alemán” lo secundarían Julio y Jaime. “Malala” y Mariana se preocuparían de las relaciones públicas. Cristina, con el viejo René, de los volantes que se pegarían en las murallas del objetivo. El “Memo”, se ocuparía de la vigilancia. Tania, con Juan de las sopaipillas como mensajero, de la coordinación y distribución de los alimentos y volantes. y “Pancho”, con el “Bachicha” Publio Ludovico como ayudante, de la logística.
Con todo ya preparado el “Alemán” dio el vamos, para el día lunes de la semana subsiguiente, a la fase distractiva, que se iniciaría cuarenta y ocho horas antes del día viernes fijado en su plan para la ofensiva, es decir, con las primeras luces del miércoles siguiente.
La noche del martes, sin habérselo propuesto, los miembros de la Comisión Política y algunos “capitanes” fueron llegando aisladamente hasta “Los Ladrillos”, como si se tratara de una vigilia concertada en el que el incremento de la adrenalina había desplazado al sueño, y fueron tomando ubicación en una mesa que paulatinamente se fue alargando al calor que emanaba de dos estufas a gas que “Pancho” había dispuesto en el comedor privado; ya reservado exclusivamente para “Democracia Directa”; invitando a la conversación y a las reminiscencias de las vidas en su ocaso.
Mientras se contaban anécdotas; algunas que bordeaban los límites de la tragedia; con voz queda y una sincera sonrisa de conformidad dibujada en el rostro, quedaba claro que no había rencor en los recuerdos atesorados. Había, más bien, un recatado sentimiento de culpa por haber desperdiciado un precioso tiempo sin haber hecho lo suficiente, lo que se pudo y no se hizo, y por sentirse que habían sido, en gran medida, responsables, por omisión, por apatía, por mansedumbre o por comodidad, de los males que se habían entronizado en la sociedad.
- Nosotros elegimos a nuestros gobernantes y hoy día nos quejamos – dijo filosofando el octogenario y desgarbado doctor Ponce.
- La culpa, entonces, no la tiene el chancho sino el “pájaro” que le da el afrecho – interrumpió “Pancho”, con su peculiar lenguaje, mientras ayudaba a la Rosita y a la Juani a servir un vino caliente con palitos de canela y “torrejas” de naranja, y bebidas y café para los abstemios.
- Pero no es tan así de simple – intervino el “Memo” -. No podemos olvidar que no somos nosotros quienes eligen a los candidatos. Nosotros solamente nos pronunciamos entre las alternativas que los partidos nos proponen, o nos imponen. Ahora mismo, faltando dos años para la elección presidencial, los nombres de los pre-candidatos ya se barajan al nivel de directivas.
- ¡Ni a los militantes los toman en cuenta! – aseveró Carlos, acariciándose la barba blanca que tanto lo avejentaba y que se negaba, tozudamente, a eliminar –. ¡Los méritos, la capacidad y la trayectoria de nada sirven ante las componendas de los grupos fácticos de poder! Ellos son los que finalmente decidirán a los que democráticamente representarán al pueblo – terminó diciendo con marcada ironía.
- Con la presunción de que los partidos son corrientes de opinión se arrogan ese derecho – observó, interviniendo de nuevo el doctor Ponce.
- ¡Pero no lo son! – señaló de inmediato y tajantemente Ricardo, algo amoscado –. Ahora son grupúsculos poderosos, que pululan en todo el espectro político, los que deciden. ¿Quién no ha oído hablar de los “duros”, de “los renovados”, de “los pino no se cuanto”, de “los guatones”, de “los colorines”, de “los narigones”, de “la nueva no se qué”.
- De “los poto pelado”, de “los calzoncillos rotos”, de “los patas negras” – coreó “Pancho” festivamente, arrancando carcajadas.
- Y pareciera que siempre eligen como candidato al más ingenuo y al más inepto. Y la corte que lo eligió y que lo rodea, para después utilizarlo en su provecho, lo engatusa con halagos, endilgándole cualidades que van desde su liderazgo natural hasta sus innegables cualidades de estadista – continuó Ricardo.
- Y lo más dramático es que el tipo elegido se lo cree – precisó Roberto con sorna.
- No solamente él se lo cree sino que, todos nosotros, también lo creemos – denunció el “Nene”.
- Bueno – dijo Jaime, interviniendo por primera vez –, lo mismo sucede con los que van escalando posiciones hacia el poder. Me refiero a los concejales, diputados y senadores. Todos pugnan por abrirse camino, a codazos y zancadillas si es necesario, aunque hay excepciones, anecdóticas y repudiables, pero excepciones al fin. En las elecciones parlamentarias de fines de mes hay un par de ejemplos que rompen el esquema tradicional, no en el sentido que ustedes piensan, sino en el opuesto. Hay uno que no sigue el patrón conocido. Me refiero a un empresario económicamente poderoso, que no me cabe duda que ustedes rápidamente identificarán, y que un día, en víspera de una elección pasada, cuentan que despertó una mañana, y mientras se desperezaba en su mullida cama de agua y estiraba su cuerpo rechoncho entre las sábanas, cansado, quizás, de divertirse como dirigente político y como protagonista de la farándula televisiva, de la que también es hasta hoy un asiduo personaje, pensó que sería entretenido probar suerte con un nuevo pasatiempo. Sabía que tenía cierta simpatía, que era elocuente, que tenía el dinero suficiente para despilfarrar en diversiones que, a la vez, era la miel que atraía a su entorno a una corte servil de aduladores. Es decir, sabía que tenía la plataforma y la ambición para proyectarse hacia cargos que grabaran su nombre en las páginas de la historia. Sería candidato, se propuso entre bostezo y bostezo, y como no se andaba con chicas pensó en una senaduría. ¿Porqué no? Sería la antesala a la presidencia.
- ¿Es un cuento? – preguntó Roberto.
- No, no es un cuento – respondió Jaime –, aunque eso parezca - y continuó con su relato.
- Esa misma tarde se acercó a la sede de su partido y anunció su decisión, que el oficioso grupo de zalameros que le rodeaba aplaudió con entusiasmo, frotándose las manos ante las perspectivas que se les abrían de un enriquecimiento fácil en el futuro cercano. Hubo, entonces, necesidad de desplazar al candidato de la circunscripción por la que el personaje en cuestión había resuelto postular, pero eso no fue óbice para la nueva candidatura tan democráticamente levantada. Hoy día, mis amigos, lo tenemos de nuevo a las puertas de ocupar un sillón senatorial y, con seguridad, mañana, como ayer, lo tendremos en el palacio legislativo, hablando en representación de la voluntad soberana y democrática del pueblo, proponiendo y votando proyectos de ley que favorezcan sus propios intereses y los de su camarilla adlátere.
- ¡Fiel reflejo de un sistema que en justicia, si la justicia existe, tiene que desaparecer para ser reemplazado por uno verdaderamente ecuánime! – barbotó Ricardo.
La convicción entre los presentes sobre la necesidad de una participación ciudadana más directa, no tan solo en la elección de los representantes del pueblo, sino también en la generación de los candidatos, así como el gran obstáculo que representan los partidos y sus grupos de poder en el avance hacia una real democracia, se acentuó más en la conciencia de cada uno.
Poco a poco, en la mente de Julio, se iban conformando los principios de un movimiento popular que anhelaba una nueva sociedad.
Ya había pasado la medianoche cuando el Mercedes Benz de Jaime se detuvo para dejar a Julio en las cercanías de su “sucucho”, bajo la excusa de que pasaría a comprar cigarrillos en la botillería de “emergencia” que se mantenía abierta, pero protegida de los delincuentes por un grueso enrejado, durante toda la noche. Allí se despidió de sus amigos. No quería que supieran donde vivía. Sentía vergüenza de su precaria situación.
Tania, prudentemente, aceptó el pretexto, pese a la insistencia de Jaime por acompañarlo hasta la puerta de su casa. Julio agradeció para sus adentros la delicadeza de su amiga, luego caminó las dos cuadras que lo separaban de la “pensión” que lo albergaba embargado por una extraña y justificada tristeza, que no era común que lo abatiera cuando ella, de tarde en tarde, se presentaba, y que acostumbraba a expulsarla de sus pensamientos con esa fuerza de voluntad que la experiencia había fortalecido. Aquella noche, sin embargo, se sentía solo y deprimido, y nada hizo por fijar su atención en otra cosa. No dejaba de añorar los tiempos de bonanza, que si bien es cierto nunca fueron de una tranquilidad económica excesiva, fueron tiempos sin preocupaciones, de alegría, que su propia imprevisión y una irresponsable generosidad dilapidaron, y que un sistema injusto representado por una maquinaria fiscal; que en la mente de Julio aparecía con dos caras, una, con la imagen de una sanguijuela empecinada en destruir a los más indefensos, y otra, con la de la prodigalidad protectora de los más poderosos; se empeñaba en acosarlo para impedir que renaciera.
La noche se le hizo larga, interminable, abrazado por los tentáculos de un insomnio tenso y exasperante, vencido, a ratos, por lapsos de un sueño inquieto, alterado por aterradoras pesadillas que lo despertaban en medio de la oscuridad siniestra de su habitación vacía de calor humano.
Agobiado por el peso inclemente de una legislación opresora, esclavizante e inicua, se veía arrinconado entre paredes de granito, aherrojado por cadenas, con todos los caminos custodiados por dragones vomitando fuego, salvo dos, que le ofrecían la rebelión o, como alternativa, el suicidio.
Aún no amanecía cuando decidió levantarse. Estaba avergonzado del temor y la tristeza que habían amenazado con envolverlo. Él había elegido la rebelión y no el suicidio, pero no por ello dejaba de ceder ante la nostalgia del bienestar perdido. Invadido por encontrados sentimientos sentía germinar con impotencia la rebeldía en su interior, acosado por la cercanía inexorable de la muerte. Sin embargo, no sentía temor cuando en sus sueños la parca con su hoz se le aparecía. No le temía al acto de morir. Le temía al hecho de dejar la vida sin volver a experimentar esas sensaciones que otrora le habían hecho feliz, y que el inconsciente había guardado en la profundidad de los recuerdos. La visión de un campo sembradío, por ejemplo, o el sendero sin destino, que se perdía en el horizonte, escoltado por interminables alamedas, hacían renacer en él un deseo irreprimible de experimentar nuevamente el sabor del viento y el olor a vida.
Se resistía a aceptar la lápida que se le aparecía recurrente en sus sueños y a que la vida siguiera su curso sin su presencia.
Los “capitanes”, antes que los centros de pago abrieran sus puertas, ya habían puesto en movimiento la primera fase de la operación con las instrucciones dadas a cada “legionario” presente, los que tenían que informar a sus contactos y éstos a su vez a los suyos, ampliándose la red progresivamente. Poco después de la diez de mañana los primeros “combatientes”, algunos en sillas de ruedas y otros afirmados en sus bastones, comenzaron a llegar a las oficinas de correos más cercanas a sus domicilios a cumplir con su misión. Ésta era simple: consistía en despachar, de preferencia con urgencia, dos telegramas, uno para la Raquelita, secretaria del Tesorero General de la República, y el otro a la Rosarito, secretaria del Ministro de Fomento. Ambos, naturalmente, dirigidos a las oficinas centrales de las instituciones, con textos que quedaron sujetos a la creatividad de cada “legionario”.
- ¡Felicidades, Raquelita! – decía uno firmado por Clorinda, y concluía – anoche fuiste tía,
- Rosario, todos estamos bien en casa. Saludos. Tu tía Lala – decía otro.
Había algunos más escuetos.
- ¡Todos bien! Besos, Juana – escribió una anciana, con parquedad, y un señor gordo y rubicundo se limitó a un - ¡Ahora, Rosario! – y firmó, como un supuesto y desconocido tío Anselmo.
Una extensa gama de textos, muestra inequívoca de lo fértil y variado de la imaginación, donde el único elemento común eran las destinatarias, fueron pasando por las manos de los extrañados funcionarios, cuya curiosidad no fue obstáculo para el pronto despacho de las misivas.
Cumpliendo fielmente con las instrucciones de no producir aglomeraciones en las oficinas de correos, los “combatientes” iban entrando de cinco en cinco, mientras los demás esperaban disimuladamente en la calle, confundidos entre el numeroso público de un barrio comercial, que se desplazaba en todas direcciones. El desfile duró todo el día, hasta que finalizaron los horarios de atención.
De acuerdo a las informaciones que los “capitanes” entregaron esa tarde en el cuartel general, en “Los Ladrillos”, los telegramas despachados a cada institución ascendían a una cantidad estimada en cinco mil, que hizo sonreír con gran satisfacción al “Alemán” y a su Estado Mayor reunido.
La primera parte se había cumplido conforme a lo planificado, y sin dificultades. Ahora restaba esperar lo que sucedería al día siguiente, cuando los telegramas llegaran a su destino y se diera por concluida la fase distractiva.
Los observadores adelantados, compuesto por una unidad de estudiantes universitarios, la mayoría nietos de ancianos pensionados, que el “Memo” en secreto había adiestrado por instrucciones del “Alemán”, se concentró, con las primeras horas del día jueves, en el principal paseo peatonal, en el centro de la capital, y desde allí se distribuyó a sus puestos de combate asignados, justo con el inicio de las actividades, en el Ministerio de Fomento y en la Tesorería General de la República. La tarea de éstos jóvenes consistía en acercarse, utilizando cualquier medio, hasta las oficinas de las autoridades máximas de ambas instituciones para apreciar e informar sobre las reacciones que se producirían ante la avalancha de telegramas que inundarían los despachos de las secretarias, convertidas, sin ellas saberlo, en aliadas de “Democracia Directa”.
Hábilmente capitaneados por “Pancho Jota”, o “Pancho Junior”, hijo del deslenguado y simpático dueño de “Los Ladrillos Coloniales”; joven prudente, mesurado y de características diametralmente opuestas a las de su progenitor; los observadores se ubicaron tempranamente en sus puestos, a cierta distancia, pero sin perder de vista sus objetivos: las oficinas de las secretarias de los mandamases. Con un sistema de relevos, para no ser detectados por los funcionarios, cada media hora los jóvenes se iban reemplazando e informando a “Pancho Jota” lo que habían advertido fuera de lo común.
Raquel, la secretaria del Tesorero General, era una joven de unos treinta años, alta, buena moza, que se desenvolvía ágilmente entre los teléfonos que repicaban, el fax que anunciaba la llegada de algún mensaje y los archivadores, repletos con una infinita profusión de documentos, correctamente alineados en una impresionante estantería que abarcaba un muro entero. Con una seguridad sorprendente, enfundada en un elegante traje de dos piezas; uniforme del personal femenino de alto nivel; se desplazaba por sus dominios alfombrados, entrando y saliendo de la aún más amplia y elegante oficina de su jefe, y dando órdenes a un junior impecablemente vestido con un terno oscuro y corbata roja que permanecía de pie, atento, cerca de la puerta, cual disciplinado centinela de una unidad militar.
Primero fue un café, servido en una bandeja de plata y acompañado con galletas, el que éste personaje puso sobre el escritorio de “Raquelita”, después corrió los cortinajes lo suficiente para que los rayos de un sol que emergía tímidamente entre las nubes no dieran en los ojos de su jefa. Luego, reacomodó los sillones dispuestos para los visitantes y reguló el aire acondicionado para, finalmente, retomar su puesto de centinela junto a la puerta que daba al pasillo y que permanecía abierta.
Un joven, con aspecto de un estudiante perdido en un laberinto de corredores y oficinas, se acercó hasta el guardián del principesco despacho de la “Raquelita” para preguntarle la hora en que llegaba el jefe de cobranzas.
- Está usted equivocado, joven – le respondió gentilmente el centinela –. El departamento de cobranzas está en el segundo piso.
- Pero, señor – insistió el joven, husmeando hacia el interior de la oficina –, me mandaron a hablar con el abogado.
- Le informaron mal, señor. Las oficinas de los abogados también están en el segundo piso – le explicó el junior, señalándole los ascensores con la misma gentileza y naturalidad.
Al estudiante, que ya había logrado su objetivo, no le quedó otra opción que retirarse, sin perjuicio de haber podido percatarse que sobre el escritorio de la “Raquelita” se amontonaban desordenadamente una serie de papeles que la secretaria, mientras hablaba por teléfono, iba leyendo y dejándolos uno encima del otro. Sin duda, eran los telegramas que comenzaban a llegar.
Los relevos de los observadores; dispuestos estratégicamente en los alrededores de las oficinas de los jefes máximos de ambas instituciones, en las de sus respectivas secretarias, en las oficinas de partes, en las de los departamentos jurídicos, en las puertas del acceso principal de ambos edificios y en el hall central de cada una de ellos; se iban realizando cronométricamente, conforme al sistema diseñado por “Pancho Jota”.
Las informaciones literalmente “volaban” desde el teléfono celular de “Pancho Jota” hasta el puesto de mando sito, nuevamente, en la oficina de Ricardo.
La “Raquelita”, mientras se levantaba de su asiento, dejó lentamente el auricular en su sitio y con ambas manos comenzó a leer, cada vez con mayor rapidez, los mensajes acumulados en su escritorio. Luego, se dirigió hasta las tres grandes cajas que el mensajero de la oficina de partes acababa de dejar junto al computador y hurgó en su contenido: cantidades de papeles con textos similares quedaron al descubierto.
- ¡Buenos días! – saludó el señor alto de elegante terno oscuro y una enorme y saludable barriga, mientras el centinela le recibía obsequioso el abrigo y la bufanda.
- ¡Buenos días, don Sergio! – respondió la “Raquelita”, tomando un montón de los papeles y siguiendo al Tesorero hasta su oficina.
- Algo extraño está pasando, señor – le dijo, dejando la carga de hojas sueltas sobre el escritorio de caoba esculpido en sus bordes con artísticas figuras.
- ¿A qué se refiere? – le inquirió el Tesorero, mientras se sentaba, sin mostrar mayor preocupación, en el magnífico sillón giratorio de cuero negro.
- Mire usted estos telegramas.
- ¿Qué tienen de extraño?
- El primer lugar, todos están dirigidos a mí; en segundo, no reconozco a los que firman; en tercero, sus textos son muy parecidos, casi iguales; y, en cuarto lugar, en mi oficina se amontonan cientos de ellos, y siguen llegando – terminó de sopetón, con cierta molestia.
El Tesorero dejó a un lado la displicencia y frunció el seño mientras hojeaba los mensajes. Luego tomo el citófono y digitó el anexo de la oficina de partes.
- ¡Habla el Tesorero! ¿Qué hay de unos telegramas? – preguntó, sin saludar y sin dar tiempo a que la funcionaria que tomó el auricular en el otro extremo de la línea pudiera reaccionar.
- ¡Este!... Si, señor – contestó, tartamudeando, atónita de que tan alto personaje llamara directamente, y agregó, repuesta de la sorpresa –, ya enviamos algunas cajas a la señorita Raquel y en este momento le estoy despachando unas diez cajas más.
- ¡No envíe más cajas! ¡Guárdelas y espere instrucciones! – dispuso tajante, y cortó la comunicación sin esperar respuesta. Enseguida, dirigiéndose a la “Raquelita” le ordenó que llamara al jefe jurídico y que lo comunicara con el Ministro del Interior.
Era casi cerca del mediodía cuando el Ministro encargado de la seguridad interior del país hizo pasar a su oficina, en el palacio de gobierno, al Tesorero General y al Ministro de Fomento, ya que el tema de la urgente audiencia, solicitada separadamente, coincidía en plenitud. En la antesala quedaron conversando a la espera los abogados jefes de las dos instituciones.
Después de los saludos de rigor; más efusivo entre ambos Ministros, comprometidos ideológicamente con el partido gobernante y pertenecientes a los “guatapiques”, el mismo poderoso grupo interno de poder que se había impuesto sobre las otras facciones partidarias, y más protocolar con el Tesorero que, si bien es cierto pertenecía a un partido aliado, era una herencia dejada por el gobierno anterior del mismo conglomerado político pero de camarillas internas disidentes del actual; el Ministro Soza, jefe del gabinete, con ese desagradable gesto característico en él fruto, posiblemente, de alguna anomalía nasal, que le hacía arrugar con insistencia la nariz, se explayó superficialmente, en una breve introducción, sobre generalidades políticas de actualidad que ocupaban al gobierno, como los tratados internacionales de comercio, los problemas de fronteras con los países limítrofes, la conformación de las listas de candidatos para las próximas elecciones; cuya definición el cuoteo dividía a las organizaciones partidarias; y otros que atañían a las tácticas a seguir para frenar los avances de la oposición, antes de dar paso, con mayor formalidad, al tema que inquietaba a los altos funcionarios concurrentes.
Fue el Tesorero el primero en tomar la palabra, poniendo ante los ojos del Ministro Soza una gruesa carpeta con una mínima parte de los casi idénticos cientos de telegramas que se habían estado recibiendo durante toda la mañana, y que no cesaban de llegar.
- Es indudable, Ministro, que ésta es una operación planificada, que no imagino lo que puede perseguir – manifestó, con indisimulada inquietud, restregándose nerviosamente las manos.
Soza, hojeó los mensajes, sonriendo a veces con sus textos, antes de preguntarle al Ministro Iglesias; de Fomento; por los que su secretaria había recibido.
Con igual tranquilidad que su camarada de partido Iglesias acercó los antecedentes que llevaba, y que había dejado en una esquina del ampuloso escritorio, hasta la mano extendida de Soza, que no necesitó nada más que echarle un vistazo para concordar con la opinión del Tesorero.
- Tiene usted razón – le dijo, arrugando una vez más la nariz, y continuó, dirigiéndose a los dos funcionarios –. Esto huele a algo fraguado por ese grupo de vejestorios que hace como un mes atrás crearon problemas en el Ministerio de la Previsión. ¿Lo recuerdan?
- ¿El que pedía la renta estatal para todos? – preguntó Iglesias.
- ¡El mismo! – respondió Soza, y repitió - ¡El mismo! Pero ahora los esperaremos y les daremos una bienvenida como corresponde si pretenden volver a alterar el orden público. Por de pronto dispondré que se redoble la vigilancia policial en los ministerios y en las oficinas públicas.
- No creo – dijo Iglesias – que se atrevan a crear problemas. ¿Porqué habrían de avisarnos?
- Pues eso es lo que quieren que creamos – le refutó Soza. Si han pensado hacer algo y ven presencia policial es posible que no hagan nada, y si lo intentan los disolveremos antes que se den cuenta.
Iglesias, no era partidario de una represión, y en su fuero interno pensaba que su amigo Soza estaba exagerando. Pero, bueno, no era asunto de él, además no era hombre que le gustara complicarse. Él había cumplido con informar y ya no era su problema.
Las grandes cajas enviadas a la oficina de la señorita Raquel; la reunión, a puertas cerradas, de ésta y su jefe; la nerviosa reacción de la funcionaria de la oficina de partes y sus órdenes posteriores para que las cajas quedaran ordenadas en el mismo lugar; el apresurado arribo del abogado jefe a la oficina del Tesorero y la posterior salida de ambos hacia el Ministerio del Interior, hasta donde fueron seguidos disimuladamente; fueron informaciones trasmitidas con prontitud por los observadores a “Pancho Jota” y retransmitidas por éste, al instante, al puesto de mando. Allí, el “Alemán” y su Estado Mayor pudieron formarse una opinión exacta del curso que comenzaban a tomar los acontecimientos, confirmando de paso lo que, en su opinión, hasta ese momento era predecible.
Para el “Alemán” venían ahora los movimientos tácticos, cruciales en la fase ofensiva. Desde los diferentes puntos de concentración de los tres escuadrones amagaría, con parte de cada uno de ellos, la Tesorería y el Ministerio de Fomento, para distraer la atención sobre esos objetivos que, como presumía, eran obvios para el gobierno. Luego, fingidamente, amenazaría un tercer objetivo, antes de converger con todas sus fuerzas sobre el objetivo principal, que aún mantenía en la más estricta reserva.
El día viernes amaneció anunciando desde las primeras horas un día primaveral, tal cual lo habían pronosticado los noticieros de televisión la noche precedente, lo que favorecía a los protagonistas de la movilización que estaba por comenzar. Ricardo, en su oficina, junto a Roberto y Carlos se las habían ingeniado para pasar la noche acomodados en los sillones de su despacho y en los de la sala de espera, y a las cinco de la madrugada, cuando aún el sol no despuntaba por el oriente, ya se encontraban en pie preparando café, y los sándwich con las marraquetas, el queso, el jamón y la mantequilla que Mariana había comprado en la tarde anterior.
El “Alemán”, con Cristina y René, llegaron a las cinco y media, después lo hicieron Jaime, Tania, Mariana y “Malala” y, finalmente, cerca de las seis, lo hizo Julio seguido del “Memo”. “Pancho” operaría, como responsable de la logística, desde “Los Ladrillos”.
El “Alemán” extendió sobre el escritorio el mapa de la ciudad y el resto de los presentes se arremolinó en silencio a su alrededor.
La ejecución de la fase ofensiva que estaba por comenzar era en extremo simple. Roberto dividiría su escuadrón en dos unidades y caería simultáneamente, a las nueve de la mañana, sobre el edificio del Ministerio de Fomento y sobre el de la Tesorería. Ricardo, a la misma hora, con la totalidad del suyo amagaría las oficinas del Registro Civil y, a las once, ambos iniciarían una retirada estratégica para hacer creer al “enemigo” que abandonan el terreno, convergiendo por las vías señaladas en el mapa hacia el objetivo principal. Entretanto Carlos, con el tercer escuadrón, más la unidad de observadores de “Pancho Jota” y todos los encargados de los enlaces y distribución de alimentos y volantes, iniciaría la toma, a las 11 horas y quince minutos, haciendo de punta de lanza, de las oficinas del edificio Municipal de la capital.
- ¿Es la Municipalidad, entonces, el objetivo? – preguntó Roberto, en un murmullo.
- ¡En efecto! – corroboró el “Alemán” –, y la razón es muy sencilla. La Municipalidad la gobierna la oposición y ellos esperan un ataque frontal al oficialismo. Con esta operación dejamos en claro que no estamos en contra o a favor ni de uno ni del otro, sino en contra del sistema, del que todos somos parte.
- Antes de que partamos a tomar nuestros puestos – dijo Jaime, alzando algo la voz para imponer silencio – quiero reiterarles la necesidad de evitar cualquier confrontación y cualquier acto que pueda interpretarse como alteración del orden público. Debemos limitarnos a protestar en forma silenciosa, tal cual lo hicimos en el Ministerio de la Previsión, copando los espacios mediante una avalancha humana, pero disciplinadamente. No debe quedar pasillo, oficina, ascensor, servicio higiénico, ni escalera que no se vea sepultado por una aglomeración de gente ávida por hacer sus trámites y por recabar información. Y como ya estamos en la hora de partir solamente me resta por desearles ¡buena suerte!
A partir de las ocho de la mañana la presencia policial en las calles aledañas a los edificios céntricos de gobierno era numerosa. Era evidente que las autoridades habían arbitrado una serie de medidas para evitar una nueva operación como la ocurrida en el Ministerio de la Previsión, pero también era evidente que las calles tempranamente se veían más concurridas que de costumbre. La multitud usual de trabajadores que a esas horas se dirigía apresuradamente a sus lugares de trabajo veía entorpecido sus desplazamientos por una nutrida muchedumbre de ancianos, escoltados por dueñas de casa y por jóvenes estudiantes, que abarrotaban las veredas y las amplias calzadas de los paseos peatonales, al paso apoltronado de los que avanzan, con seguridad y sin premura, hacia metas definidas.
La autoridad, por los informes suministrados por la policía, comenzaba a apreciar los primeros síntomas de la movilización anunciada, pero nada podían hacer por el momento. Las calles no podían ser cerradas al tránsito peatonal, y su paso por ellas tampoco podía ser discriminado. Sólo le restaba continuar a la espera de los acontecimientos.
Cerca de las ocho y media de la mañana todos los escaños, de la plaza principal y de los paseos concéntricos al barrio cívico, estaban ocupados por hombres y mujeres maduros que conversaban animadamente disfrutando del sol que había emergido en plenitud, y de un café y un sándwich que retiraban de los numerosos carritos ambulantes que circulaban en todas direcciones, después de intercambiar algunas palabras con los vendedores.
A esa misma hora Roberto daba la orden de avanzar hacia los objetivos secundarios, hasta situarse en sus alrededores. Y a las nueve en punto, cuando las puertas del Ministerio de Fomento y de la Tesorería se abrieron, filas interminables de jóvenes, entremezclados con adultos y adultos mayores, se formaron frente a las oficinas de atención a público mientras otros, los más ancianos, se dedicaban a pasear en los ascensores.
A simple vista la situación era distinta a la ocurrida en el Ministerio de la Previsión. En aquella ocasión la masa humana que invadió el recinto gubernamental estaba, casi en su totalidad, compuesta por personas de avanzada edad, fácilmente identificables. Ahora, en cambio, el gentío era heterogéneo y no era posible segregar.
En las oficinas del Registro Civil la situación no era distinta, pero los jefes del servicio, alertados con anterioridad de las posibilidades que hubiese un incremento de público, habían dispuesto, acertadamente, un singular sistema de atención para ese día. Las puertas no fueron abiertas, aduciendo fallas en los equipos, limitando la atención a los casos especiales y con un número que era distribuido después de escuchar la demanda y calificar su urgencia. Ricardo, acorde con su carácter, estaba indignado con el imprevisto, pero debió ceder ante el razonamiento de “Rose Mary”, una de sus “capitanes”.
- ¿El objetivo no era, acaso, dificultar la atención? Pues bien, lo hemos conseguido – le dijo.
Ante la evidencia Ricardo terminó por aceptar la situación y dedicó su atención a preparar, con más minuciosidad, el ataque contra la Municipalidad.
En tanto el Ministro Soza seguía siendo informado detalladamente de lo que iba sucediendo. Aunque la excesiva presencia de público en el Registro Civil no lo extrañó, aprobó las medidas tomadas por su Director y, cuando se disponía a tomar medidas similares en el Ministerio de Fomento y en la Tesorería, recibió la noticia que la gente comenzaba a retirarse en completo orden y que ninguna dependencia había sido “empapelada” con volantes subversivos.
- Parece que los “viejujos” se cansaron – le comentó al Subsecretario García del Pino que estaba a su lado, mientras arriscaba la nariz y se dejaba caer en su sillón ministerial.
- ¿No cree que es muy temprano para cantar victoria, Ministro?
- ¿Y qué más pueden hacer, Isidoro? – le respondió Soza al Subsecretario, llamándolo por su nombre de pila.
- ...
- Ahora regresarán a sus casas. No habrá declaración y todo volverá a la normalidad – concluyó el Ministro, con seguridad.
Tal como había sido planificado, después de iniciar el abandono de los edificios gubernamentales amagados, las “tropas” se dirigieron calmadamente hacia las vías que debían utilizar para aproximarse hacia la plaza principal. Como los puntos de partida; en el este, sur y oeste; para iniciar el avance hacia la Municipalidad habían sido fijados fuera del perímetro céntrico, a la policía les dio la sensación que los “revoltosos” abandonaban definitivamente, y frustrados, el teatro de operaciones. Bajaron, entonces, la guardia y los jefes comenzaron a retirar el personal que había salido a la calle como refuerzo.
- ¡La situación está controlada, señor Ministro! – informó telefónicamente el jefe policial a la autoridad política.
- ¿Cómo está el centro, Coronel? – preguntó Soza.
- ¡Despejado, señor Ministro! ¡Todo vuelve a la normalidad!
En el palacio de gobierno el Ministro Soza se acomodó satisfecho en su pomposo sillón y no dejó de felicitarse por las acertadas medidas preventivas que había tomado. No olvidaría recordárselo al Subsecretario García del Pino y de hacérselo ver en su informe a su jefe, el Presidente Lagunas de Escobedo. Era un punto a su favor para la secreta esperanza que tenía de ser postulado por el gobierno a ese cargo internacional en las Naciones Unidas, de un nivel de mucha mayor importancia que la de un simple Ministro de un país pequeño.
Efectivamente, tal como lo informara el jefe policial, en el centro del barrio cívico se apreciaba una disminución considerable de las aglomeraciones, sin que se hubiera producido ningún incidente que mereciera ser mencionado.
Pero la realidad distaba mucho de las apariencias que habían devuelto la tranquilidad a las autoridades.
El plan estratégico del “Alemán” continuaba cumpliéndose cabalmente gracias a la disciplinada conducta de sus fuerzas. Mientras las 11,15 horas los “combatientes” del escuadrón al mando de Carlos; que habían iniciado quince minutos antes la ofensiva final, avanzando desde la zona este; comenzaban a ingresar a las oficinas municipales, sin llamar mayormente la atención de sus funcionarios, los escuadrones de Ricardo y de Roberto iniciaban el avance desde el sur y desde el oeste para llegar oportunamente a reemplazar a la primera fuerza comprometida.
En la plaza principal; que normalmente a esas horas cercanas al mediodía mostraba sus llamativos atractivos a los numerosos grupos de visitantes extranjeros que circulaban en la zona conducidos por avezados guías, en sus giras urbanas programadas por las empresas de turismo; nada hacía predecir a la población habitual los acontecimientos que estaban prontos a desencadenarse, rompiendo con el normal desarrollo de sus usuales actividades comerciales, artísticas, religiosas y costumbristas, producto de una larga herencia del criollismo nacional.
Los pintores exponían sus trabajos al aire libre, mientras aprovechaban el tiempo traspasando las imágenes de sus clientes a los lienzos desplegados en sus atriles. Los retratistas a lápiz de carbón, hacían lo mismo para ganarse algún dinero, y los fotógrafos callejeros, con sus antiguas máquinas de cajón, captaban a los visitantes de regiones interesados en grabar su efímero paso por la capital y tener un testimonio que llevar de regreso a sus provincianas y remotas tierras campesinas.
En aquella plaza se concentraban los fantasmas de los personajes que fueron protagonistas de los hechos históricos más relevantes del país que, en aquel día, estaban prontos a ser testigos de un hecho trascendente que remarcaría el inicio de un cambio profundo en la sociedad.
Pese a sus numerosas transformaciones la plaza no había sufrido desplazamiento alguno desde su área original. Allí, en su centro, donde hoy levanta su estructura una pileta en homenaje a un prócer continental, se llevó a cabo, hacía más de 450 años, la ceremonia de fundación de la ciudad y del nuevo reino. Allí, también, se erigió el lugar de ejecución de los condenados, y en ese mismo terreno, sepultado por sucesivas capas de cemento, se gestaron y se produjeron hechos trascendentales que fueron moldeando la historia del país.
Los espacios abiertos y los numerosos escaños emplazados en su contorno y en el entramado de senderos que la cruzan por su centro, habitualmente ocupados por un gentío itinerante, estaban a media mañana copados por una muchedumbre que había espantado a las bandadas de palomas y cuya afluencia había tornado a la plaza intransitable, ante la extrañeza de sus frecuentes visitantes.
La primera unidad, de las dos en que Carlos había dividido sus “tropas”, comenzó a ingresar disimuladamente al edificio municipal en pequeños grupos por las entradas secundarias que dan a una calle lateral y a la trasera, y por donde se accede a las oficinas de atención a público, nunca concurridas en demasía.
- ¿Formularios para solicitar patente?
- ¿Dónde se paga el retiro de basura?
- ¿En que oficina se pagan las multas?
- ¿Qué debo hacer para inscribirme como cesante?
- ¿En qué piso está la oficina del Secretario Municipal?
- ¿Qué debo hacer para pedir una audiencia con el señor Alcalde?
- ¿Dónde me pueden recibir ésta carta?
- ¿Atienden los días sábados?
- ¿Cuándo vencen los permisos de circulación?
- ¿La oficina de inspectores, por favor?
- ¿Me presta un lápiz?
- ¿Aquí debo poner mi apellido de soltera o de casada?
Eran algunas de las preguntas con las que se comenzaban a atosigar a los funcionarios, mientras los teléfonos empezaban a repiquetear insistentemente activados por las llamadas que, a esa misma hora, hacía un piquete de jóvenes del equipo de “Pancho Jota” desde establecimientos comerciales situados en los alrededores, contribuyendo a aumentar la confusión que amenazaba con generalizarse ante las demandas de la creciente aglomeración de público.
Los guardias, convocados para ayudar a ordenar al gentío ante el inusual aumento de público, abandonaron por algunos instantes la custodia de la entrada principal sin imaginar que ese sería el momento que aprovecharía Carlos para ingresar en tropel, con la segunda unidad de sus fuerzas, por sus amplias escalinatas, y diseminarse por los corredores y salas interiores, rompiendo con el solemne silencio del colonial palacio consistorial.
Cuando los guardias, requeridos ahora por la oficina de portería, regresaron apresuradamente y quisieron cerrar las puertas de la corporación, ya era demasiado tarde. Mientras unos trataban de desalojar las escaleras, ya invadidas por ancianos que simulando un cansancio mayor al que sentían se sentaban en los escalones, otros, que trataban de impedir el ingreso de la muchedumbre ya reforzada por las “tropas” del escuadrón de Roberto que se había hecho presente en el lugar, eran rodeados y bombardeados por preguntas inentendibles en medio de un vocinglerío multitudinario, hasta ser aislados e inmovilizados.
- ¿Ministro?
- ¡Él habla! – contestó Soza con displicencia, sosteniendo el auricular entre la clavícula y la barbilla.
- ¡Habla el Alcalde, Ministro!
- ¡Dígame, señor! ¿Qué puedo hacer por usted?
- ¡La Municipalidad ha sido tomada, señor Ministro!
- ¡Quéeeeee....!
Tal como el “Alemán” lo había previsto los carros policiales, con sus bocinas funcionando y sirenas ululantes, hicieron su aparición por todos los accesos a la plaza y en una rápida operación cercaron el lugar, cerraron las entradas y comenzaron el desalojo de los visitantes habituales. El “Alemán” ordenó, entonces, que el escuadrón de Ricardo; que esperaba para reemplazar al de Carlos; ingresara, también, al palacio municipal, antes que la policía bloqueara sus entradas, y que Carlos y Roberto con su gente se mantuvieran en el interior.
La orden, sin embargo, llegó algo tardía pues el cordón policial se mantuvo fuerte en su puesto rechazando las embestidas de la multitud. Allí cayeron a tierra los primeros ancianos, comprimidos entre la férrea muralla uniformada y la presión de los que pugnaban desde atrás.
El “Alemán” resolvió, entonces, comprometerse con su Estado Mayor en la batalla y dispuso que Julio, secundado por el “Memo”, se hiciera cargo de la plaza, y él con Jaime ingresaran al edificio por un pasillo subterráneo que había descubierto cuando inspeccionó el terreno que une, desde la época colonial, la sede del gobierno comunal con la construcción aledaña.
En la plaza Julio se encontró con Tania, “Malala” y Cristina, que resolvieron quedarse para auxiliar a los caídos. Entre tanto, tres carros policiales lanza agua estratégicamente ubicados dirigían sus potentes chorros hacia la multitud para disolver lo que a sus ojos era una manifestación y no una simple afluencia excesiva de público.
Los ancianos, agitando los puños en alto, lanzaban enfervorizadas consignas de protesta por el atropello, pero sin responder con violencia a la violencia represora, protegidos tras los gruesos troncos de árboles añosos, al amparo de los monumentos a dignatarios de un otrora ya lejano que observaban ceñudos desde sus pedestales el luctuoso espectáculo, o acurrucados detrás de los escaños.
En el interior del palacio el “Alemán”, con la aprobación de Jaime, impidió que el Alcalde con los Concejales, funcionarios y guardias municipales hicieran abandono del edificio, tras convencerlos de que no había ninguna “toma” de por medio, y que las puertas a la calle habían sido cerradas para impedir el ingreso policial y una violencia innecesaria, como se estaba dando en la plaza, que pudiera derivar en hechos que lamentar no deseados.
Con el palacio imprevistamente ocupado, y de hecho tomado en respuesta a la violenta reacción represiva de la autoridad, el escenario cambió abruptamente, situación extrema que los tres máximos dirigentes; Jaime, Julio y el “Alemán”; también, aunque remotamente, habían considerado.
En su oficina, el Ministro Soza, rodeado de obsecuentes funcionarios que entraban y salían llevando y trayendo informaciones, impartía instrucciones perentorias a los jefes policiales que había convocado, en orden a proceder con la máxima energía con los que él llamaba revoltosos. El tic de arriscar la nariz se le había acentuado, señal inequívoca, para quienes lo conocían, del enojo que lo invadía. Se sentía burlado, y esa sensación se traducía en los gruesos epítetos que utilizaba para agredir verbalmente a sus subalternos, a los que acusaba de incompetencia.
- ¡Callen, ese teléfono! – gritó Soza fuera sí, ante el constante repiquetear del aparato.
- Es para usted, Ministro. De la Municipalidad – lo alertó el Subsecretario García del Pino, con el auricular en la mano.
- ...
- De la Municipalidad – repitió.
- ¡Démelo! – le ordenó Soza, pidiéndole el auricular ante el inesperado llamado.
- ¡Habla el Ministro! – bramó por el fono.
- Ministro, habla usted con el Presidente de “Democracia Directa” – respondió Jaime, con voz pausada y tranquila, en el otro extremo de la línea.
- ¡Mire, usted señor, cualquier conversación solamente es posible cuando abandonen el edificio! ¡Si no lo hacen en treinta minutos serán desalojados por la fuerza!
- ¡Guarde la compostura, Ministro! – contestó Jaime, sin alterarse. Él sabía por experiencia que la calma es la mejor consejera en los momentos más difíciles.
- ¡Se lo repito! – insistió Soza interrumpiéndolo - ¡Treinta minutos! – y colgó.
En la antesala, entretanto, se había congregado un número considerable de periodistas a la espera de un comunicado oficial que difundir.
En la alcaldía el “Alemán” y Jaime se miraron y sonrieron. Jaime dejó el auricular y el “Alemán” acercó el radiotransmisor a su boca y ordenó:
- ¡“Memo”! ¡Procedan!
- ¡Comprendido! - respondió el “Memo”, e inmediatamente se puso en comunicación por telefonía celular con “Pancho Jota” trasmitiéndola la orden de proceder a distribuir a los medios de prensa, con su equipo de observadores, la declaración preparada para la eventualidad de que fueran aislados.
En la plaza, entretanto, Julio ordenó la retirada e hizo circular la voz de concentrarse en los alrededores cercanos a la plazoleta que precede al palacio de gobierno, donde funciona el Ministerio del Interior.
En pocos minutos la plaza principal quedó despejada, y en tenso silencio por algunos momentos, hasta que las fuerzas policiales ordenadamente tomaron posesión del área y estrecharon el cerco sobre el palacio consistorial.
La orden del Ministro Soza había sido perentoria: despejar la plaza y desalojar el edificio municipal por la fuerza si finalizado el plazo de treinta minutos este aún se mantenía tomado.
Faltaban solamente cinco minutos para que se cumpliera el plazo dado por la autoridad. Jaime y el “Alemán” comprendieron que era necesario ganar tiempo a la espera que la declaración entregada a los medios saliera al aire.
- ¡Parlamentemos! – dijo el “Alemán” - ¡Pidamos ciertas garantías para abandonar el edificio!
Jaime pareció reflexionar. Una masa de hombres y mujeres, la mayoría ancianos, y algunos de avanzada edad, los rodeaban anhelantes.
- ¡De acuerdo! – respondió.
No hubo tardanza en establecer comunicación con el jefe de las fuerzas policiales, quien no demoró en hacerse presente con su ayudante e ingresar al edificio, hasta el hall central colmado, donde Jaime y el “Alemán” le esperaban.
- Como usted Coronel habrá podido comprobar, aquí no hay armas – dijo Jaime –, ni existe intención alguna de utilizar la violencia. Nuestra manifestación es para llamar la atención de las autoridades. No entendemos la razón para que se haya actuado con tanta rudeza, más aún cuando no hemos violado ninguna ley.
- Se tomaron el edificio, señor – afirmó el Coronel.
- No nos hemos tomado el edificio – respondió sentenciosamente Jaime -. Nos hemos protegido en él.
- Deben abandonarlo de inmediato.
- Eso pretendemos, Coronel, pero necesitamos que nos garantice que la integridad de todas estas personas de avanzada edad será respetada.
- No tienen nada que temer de la policía uniformada, señor.
- No tememos, Coronel, pero queremos protección y garantías.
El diálogo fue de pronto interrumpido por el elevado volumen de una radio portátil que anunciaba un extra desde el lugar mismo en que el movimiento “Democracia Directa” se encontraba atrincherado.
Todos callaron.
- Hemos recibido una declaración del movimiento “Democracia Directa” – comenzó diciendo el locutor – que textualmente dice:
Frente al silencio deliberado de las autoridades ante nuestras peticiones, planteadas cuando nos concentramos hace unas semanas en el Ministerio de la Previsión para hacerlas públicas, declaramos:
1º Que habiendo resuelto concentrarnos por segunda vez en la plaza principal, en el frontis de la Ilustre Municipalidad, para reiterarlas y ampliarlas, hemos sido reprimidos injustamente y con una brusquedad que no se condice con nuestro pacífico llamado de atención, al extremo de tener que buscar protección en el edificio consistorial.
2º) Que no hemos violado disposición legal alguna.
3º) Que el derecho constitucional que nos asiste de circular y reunirnos libre y espontáneamente ha sido flagrantemente transgredido por la autoridad.
4º) Que el derecho a petición, consagrado en nuestra Carta Fundamental, ha sido ignorado por quienes tienen la obligación de protegerlo y de hacerlo respetar.
5º) Que reiteramos nuestra decisión inquebrantable de reclamar por nuestros derechos conculcados.
6º) Que reivindicamos, una vez más, el derecho a gozar de una renta estatal garantizada que permita a todo ciudadano vivir con dignidad y con un mínimo decoro.
7º) Que denunciamos la incapacidad de la autoridad política para frenar la creciente delincuencia.
8º) Que, a nuestra justificada exigencia de acabar con la corrupción, la autoridad y los entes políticos han respondido con un silencio protector que avala las conductas de los ofensores de la fe pública llegando, en algunos casos, a justificar lo injustificable. Y
9º) Que reclamamos de las autoridades políticas el compromiso de someter a estudio una reforma constitucional que contemple una participación directa de la ciudadanía, sin intermediarios, en las grandes decisiones nacionales y en la selección de candidatos a cargos de elección popular, y que abrogue la facultad excluyente de las cúpulas políticas partidarias para elegir candidatos sin la aprobación de sus bases militantes;
Firman: Jaime Mendoza Páez, presidente, Mariana Dupré Labastide, secretaria y Roberto Barros Barrientos, tesorero.
- Ahora, Coronel – prosiguió Jaime, retomando la palabra –, procederemos a retirarnos bajo su protección y la de sus fuerzas.
El Coronel saludó ceremoniosamente y le cedió el paso, mientras el “Alemán” hacía correr la voz para que todos salieran por la puerta principal del palacio municipal.
Julio, entretanto, no había logrado llegar hasta la plazoleta del Ministerio de Interior, ya que todas las calles que accedían al lugar habían sido cerradas y el público y la locomoción desviada por las vías adyacentes. Dentro de lo posible dispuso, entonces, que las huestes abandonaran el teatro de operaciones y él, Ricardo, el “Memo” y “Malala”, se dirigieron al servicio asistencial de salud hasta donde habían sido conducidos los heridos y donde Tania y Cristina les esperaban.
Sin que se lo hubiesen propuesto el centro de urgencia de primeros auxilios se transformó en un nuevo lugar de concentración, ya que hasta él llegó el resto de la directiva de “Democracia Directa” y una multitud de personas de todas las edades que concurrieron a interiorizarse del estado de los que habían sufrido los efectos de la acción represiva en la plaza principal, cuyos nombres habían sido ampliamente divulgados por los despachos en directo de la prensa hablada.
Jaime fue informado por Julio, en medio de un bosque de micrófonos que los rodeaban, que dieciocho eran los lesionados, aunque ninguno de consideración, siendo el caso más grave el de una señora jubilada de 82 años que se había fracturado la cadera al ser derribada por el chorro lanzado por uno de los carros lanza agua de la policía, y que debió ser hospitalizada.
- ¿Qué nos puede decir sobre lo ocurrido? – interrogó un periodista a Jaime, imponiéndose por sobre la avalancha de preguntas de sus colegas de la prensa.
- Que lamentamos la desproporcionada reacción represiva del gobierno, que no ha hecho otra cosa que confirmar la razón que tenemos en nuestras peticiones. Quiénes carecen de argumentos recurren a la violencia. Nosotros, como ya lo hemos dicho, no responderemos con violencia, pero seguiremos protestando silenciosa y pacíficamente hasta que nuestras demandas sean escuchadas.
- ¿A qué se debió la protesta de hoy, don Jaime? – preguntó la que pareció ser la supuesta estudiante de periodismo que había mencionado Mariana.
- Se debió, primero, para recordarle a las autoridades que no hemos recibido respuesta a nuestras peticiones planteadas en nuestro primer comunicado y, segundo, para hacerle ver al país, a sus representantes políticos y al gobierno que nuestra movilización es permanente y que nuestras demandas son serias.
- ¿Cuándo será la próxima protesta? – inquirió un joven espigado y desgreñado que, por las siglas del micrófono que puso delante de Jaime, representaba a una conocida radioemisora oficialista.
- Esperamos que una nueva protesta no ocurra y que las autoridades y las oligarquías políticas recapaciten y nos escuchen.
- ¿Y si no lo hacen? – volvió a preguntar el mismo joven.
- Como primera medida recomendaremos no concurrir a las urnas en las próximas elecciones.
- ¿Y como segunda?
- No pagar las multas que se nos cursen por no votar.
- ¿Desobediencia civil?
- ¡Si, señor! ¡Desobediencia civil!
- ¿Qué pasará con los heridos, presidente? – volvió a preguntar la supuesta estudiante.
- Los escoltaremos hasta sus domicilios, nos preocuparemos de su recuperación y nos haremos cargo de nuestra amiga hospitalizada.
La imprevista conferencia pudo haberse extendido latamente si no hubiera sido por el repentino incremento de la presencia policial alertada por el “Memo”, frente a lo cual Jaime estimó que había sido suficiente y que no era conveniente agravar la situación hasta un límite que hiciera imposible el diálogo, y optó por disponer la retirada.
- Existe abundante material para que los medios hablen de nosotros – le comentó discretamente a Julio.
Así fue en realidad. Esa noche todos los noticieros, al igual que lo hizo la prensa escrita al día siguiente, se abocó a comentar la movilización, las peticiones y los incidentes protagonizados por “Democracia Directa” ese día.
Nuevamente, y ahora comentado con mayor seriedad, el movimiento estaba en la primera plana de la noticia. Los políticos y las autoridades ya no podían eludir por más tiempo el tema.
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